angeles, 48 años y madre, conoce bien el infierno. El precipicio que la llevó hasta él hace ya dos

décadas. Cuando los antidepresivos apenas calmaban las preocupaciones obsesivas que la rondaban. Fue el comienzo de su imparable degradación física y mental. Porque Angeles, antes de pasar por el quirófano, no podía rozar una mesa ni siquiera acariciar a un niño. Su mente, aunque joven, no se lo permitía. Creía que si lo hacía se contaminaba. Le entraba pánico. Su única meta era ir en busca del grifo más cercano. Daba igual el lugar donde estuviera. Sólo encontraba sosiego cuando, por fin, se lavaba las manos. Lo hacía 50 o más veces al día. Jornada tras jornada. Mes tras mes. Hasta que dejó de confiar en el poder limpiador del agua y se pasó a los detergentes, a las lociones desinfectantes más corrosivas. Angeles perdió más que la piel pero siguió con su manía. Estaba perdida sin saberlo. Esclavizada a un extraño ritual. Ya no salía de casa ni era capaz de llevar las riendas de la familia. Angeles, en otros tiempos vivaracha y llena de vida, creía que sólo el suicidio le liberaría. Por dos veces lo intentó. Y falló.

Ahora lleva dos electrodos insertados en su cerebro y una batería eléctrica sujeta debajo de la clavícula. Su salvación. «Ya no se lava de forma compulsiva, sale a la calle, se viste sola... sonríe de vez en cuando». Habla Antonio Higueras, jefe del servicio de Psiquiatría del hospital Virgen de las Nieves (Granada) y uno de los artífices del rescate a la vida de Angeles. Ella se ha convertido en la primera española en recibir este tratamiento pionero en nuestro país. Y el Virgen de las Nieves, de titularidad pública, en el primer centro sanitario español (y quinto del mundo) que intenta curar el casi desconocido Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) con este novedoso tratamiento.

Quienes lo sufren son personas cegadas por una idea absurda a la que responden, de manera compulsiva, con comportamientos anómalos. Como, por ejemplo, abrir y cerrar con llave la puerta de la casa varias veces al día, lavarse una y mil veces las manos y los pies por miedo a infectarse de bacterias, comprobar a cada instante si de verdad han cerrado bien el coche... Nadie, en el fondo, está libre de manías. «Otra cosa es que éstas se conviertan en algo repetitivo hasta el punto de entorpecer la vida normal de la gente. Estonces es cuando aparece el trastorno», explica el doctor Higueras.

David Beckham, el autor de Platero y yo, Juan Ramón Jiménez, o el cantante brasileño de la vieja balada que hablaba de un gato triste y azul, aquel Roberto Carlos, no tienen a simple vista nada en común con la granadina Angela. Sin embargo, todos forman parte de esos 100 millones de personas en todo el mundo (entre 700.000 y 800.000 en España) que padecen, en distintos grados, una de las enfermedades mentales más angustiosas que se conocen: el TOC.

No son extravagancias o caprichos de estrella. El ex centrocampista inglés del Real Madrid confesaba hace unos meses que padece este trastorno. Todas sus cosas personales (zapatos, trajes, carpetas, bolígrafos...) deben estar siempre ordenadas en línea recta y de par en par. O cuando mete los refrescos en la nevera tienen también que ser pares, de lo contrario quita uno y lo guarda en un lugar distinto. La diferencia con Angela es que las manías obsesivas del deportista no han llegado a alterar su vida privada y profesional.

Le pasó a Pedro, administrativo de 28, quien se ha convertido en un bicho raro para los suyos. Ni los antidepresivos ni la psicoterapia que sigue desde hace casi una década han logrado que el ansia desmesurada por el orden y la perfección que le obsesiona -«siempre fui una persona ansiosa y perfeccionista»- desaparezcan de la mente de este solitario contable. Tal es su huida de la realidad que las enfermizas manías que lo acechan -«empecé sintiendo la necesidad de lavarme continuamente las manos por miedo a las bacterias»- con el tiempo han ido minando también la confianza de la gente que le rodea hasta desembocar en un rechazo abierto hacia él. Y a lomos de esa soledad «no deseada» se mueve hoy Pedro por la vida y los foros de internet (se cuentan por cientos los enfermos con su mismo trastorno), en busca, tal vez, de alguien con quien desahogar el sufrimiento diario.

TODO EN ORDEN

«Estaba obsesionado con la limpieza, luego con el orden. Necesitaba que todos los objetos de mi escritorio (bolígrafos, lápices, papeles...) estuvieran alineados de manera simétrica y exacta. Llegué al extremo de ser el último en salir de la oficina con la excusa de adelantar trabajo atrasado para poder ordenarlo todo con precisión», cuenta Pedro.

Y no sólo eso. «Con el tiempo se han sumado más manías obsesivas, como pisar los bordes de las aceras. Procuro caminar siempre por el medio de las veredas, evitar los umbrales e intentar, en la medida de lo posible, no pisar las líneas de las baldosas o las rayas de las calles. Un calvario. Después comencé a repetir números mentalmente. Me proponía, por ejemplo, contar de tres en tres mientras iba del trabajo a mi casa. Ponía mucha atención porque estaba seguro de que si me equivocaba me iría mal el resto del día. Ahora voy algo mejor, pero es inexplicable lo que uno llega a sufrir. Terminas el día agotado. Te sientes un inútil... Te das cuenta de que el círculo de lo permitido se cierra cada vez más para ti».

Aunque no es paciente del doctor Higueras, el psiquiatra granadino sabe de su historia. Y de muchas otras más. Pero son pocos los elegidos para pasar por el quirófano. Ya hay siete pacientes obsesivos esperando turno para que le implanten los electrodos en los dos lóbulos frontales. Requisitos: tener más de 18 y menos de 70 años. Llevar más de cinco años con esta patología. Estar incapacitados. No tener otras enfermedades asociadas. No responder al tratamiento con fármacos y tener plena capacidad para dar su consentimiento.

En la planta de Psiquiatría del hospital Virgen de las Nieves el reloj parece correr más deprisa de lo normal. Antonio Higueras, el jefe del servicio, se disculpa una y otra vez por el retraso. No hay tiempo que perder. En una de las camas, una paciente yace inmóvil con las manos destrozadas y la mente fuera de sí. Está grave.

El miedo a contaminarse con cualquier cosa que toque y su malsana obsesión por la limpieza -«hay pacientes que de forma compulsiva llegan a lavarse las manos hasta doscientas veces al día», señala el galeno- le han llevado a usar incluso lejía pura para limpiarse. V.C.A. es un caso extremo.

Pese a todo, esta mujer de mediana edad ha tenido suerte de llegar viva al hospital. Otros muchos pacientes con TOC no lo cuentan. «Los hay que terminan suicidándose», tercia Higueras. «Llega un momento en que ya no son capaces de dominar mínimamente sus pensamientos. A algunos les ciegan, por ejemplo, el temor a infectarse con bacterias si rozan un cuerpo ajeno al suyo. O echan la mano una y otra vez a la llave del gas para comprobar que está cerrada. O se angustian profundamente si la vajilla no está bien alineada cuando se sientan a la mesa. O se desesperan porque tienen miedo a hacer daño a otras personas. Viven esclavizadas a extraños rituales». Lo saben, pero no pueden evitarlo.

LA UNICA ESPERANZA

Calculan los especialistas que entre 700.000 y 800.000 personas en España padecen Trastorno Obsesivo Compulsivo de distinta gravedad. Y de éstos, el 20% se encuentra totalmente incapacitado para trabajar, relacionarse y llevar una vida normal. En este grupo se encuentran, según los expertos, los potenciales candidatos a llevar electrodos en sus cabezas. Enfermos imaginarios extremos a los que el tratamiento convencional apenas consigue borrar de su cerebro las ideas absurdas y falsas que constantemente los atormentan. De hecho, ni la psicoterapia ni los antidepresivos les ayudan. «La única esperanza que les queda es la cirugía», explica el doctor Higueras. O, lo que es lo mismo, frenar de forma controlada, por medio de electrodos, el flujo de manías y obsesiones que nacen en una zona del cerebro situada en la base de los lóbulos frontales.

«La gran novedad de esta operación», en palabras del experimentado neurocirujano Ventura Arjona, «es que no produce lesiones en la masa cerebral. Como no hay que meter el bisturí, no se mata ni una sola neurona».

La intervención, que se alarga de dos a tres horas, «es sencilla». Consiste en introducir dos electrodos en la parte frontal del cerebro (uno en cada lóbulo) y conectarlos a una batería de litio del tamaño de una tarjeta de crédito que se coloca debajo de la clavícula derecha. El paciente llevará todo el equipo bajo la piel. Ya sólo queda programar la frecuencia y la intensidad de las descargas eléctricas, para lo cual el médico se vale de un mando a distancia.

«Todas las semanas vamos ajustando los impulsos según cómo vaya evolucionando el enfermo», explica Antonio Higueras. «Es como jugar con las dosis de un medicamento, sólo que en este caso hay que afinar muchísimo más hasta dar con el punto exacto del cerebro e inhibir con las descargas las conexiones nerviosas que generan las obsesiones». Y sin causar destrozos. «De modo que cuando el paciente ya se ha curado, se le pueden retirar fácilmente los electrodos sin que su cerebro haya sufrido daño alguno», añade el neurocirujano Arjona.

La prueba evidente de que estamos ante un nuevo tratamiento casi experimental queda reflejada en los números. Hasta ahora sólo se han realizado 22 operaciones en todo mundo: cuatro en Alemania, una en Francia, seis en Suecia y 10 en Estados Unidos. La última, hace dos meses, en el hospital Virgen de las Nieves de Granada, pionero en España en este tipo de cirugía psiquiátrica.

Angeles, la primera beneficiada, sigue cumpliendo a rajatabla con las revisiones (una a la semana) y el programa de rehabilitación impuesto por los doctores. «Ya no toma las 16 pastillas que ingería al día y el pánico a contaminarse, así como el impulso desmedido a lavarse las manos de manera permanentemente ya no es tan intenso como antes. Ahora puede estar dos o tres horas relativamente tranquila y sin atormentarse. Y eso ya es mucho para una persona cuya vida antes de la intervención estaba condenada al fracaso».

-¿Se curará del todo?

-Algo, desde luego, ha mejorado. Sabremos el alcance real del tratamiento con los electrodos y la evolución de la enfermedad cuando hayan pasado otros dos meses -asegura el doctor Higueras, encargado de la recuperación de Angeles. Y da un dato: los resultados obtenidos hasta ahora en los otros cuatro países demuestran que los enfermos de obsesiones compulsivas operados con esta técnica recuperan entre el 40 y 60% de la normalidad perdida.

Tal vez Howard Hughes, el millonario empresario tejano cuya alocada y azarosa vida se relata en la película El aviador, encarnada por Leonardo DiCaprio, hoy no hubiera rechazado la oferta médica. Hughes, de hecho, pasó los últimos años de su vida encerrado, sucio y temeroso de exponerse al sol o salir a la calle sin mascarilla por miedo a contaminarse y enfermar. La suya, también, era una obsesión enfermiza hacia las bacterias. O el cantante brasileño Roberto Carlos, quien, atenazado por algunas manías, en 2004 confesó públicamente que se había sometido a tratamiento psicológico para intentar curar su TOC. Pues, según él, los males que no le dejaban vivir era los mismos que le venían atenazando desde que era joven. Salía siempre por la misma puerta por la que había entrado. Evitaba usar ropa o complementos de color negro. Y jamás firmaba un documento con la luna en fase menguante.

«Decidí ponerme en tratamiento porque las manías no me dejaban respirar. Iban a más. Fue cuando me di cuenta de ésta es una enfermedad incontrolable y mucho más seria de lo que uno se imagina».

Lo sabe bien Angeles.