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relato de Mafddita.


Esta crónica me la publicaron en El País de los Estudiantes
http://www.abretelibro.com/foro/viewtopic.php?f=20&t=36597
fuente:Mafddita.
imagen:fantasy:http://fotos0.mundofotos.net/2009/12_01_2009/fantasy1231783278/la-muchacha-del-flequillo.jpg

Diana cerró el grifo, se secó las manos y fue a la cocina. La casa estaba en silencio, sus padres dormían. Abrió el frigorífico y bebió agua, luego volvió al baño y se lavó las manos de nuevo. Iba ya para su habitación cuando volvió a la cocina para cerciorarse de haber apagado la luz y haber cerrado la nevera.
Luego fue al cuarto de baño y puso la mano repetidas veces debajo del grifo para comprobar que estuviese cerrada. Secó el interruptor con el pijama, o más bien, restregó el pijama ya que estaba seco. Por fin volvió a la cama. Sintió la necesidad de volver a comprobar todo, pero se contuvo, estaba cansada. Una angustia tremenda la invadió por dentro y algo en su mente le decía que seguía teniendo las manos sucias, pero no quería volver, así que cogió de su cajón un paquete de toallitas y se refregó una en las manos.

Le escocían, las tenías agrietadas. El agua le hacía las heridas. Cada vez más. Sin embargo ella no podía dejar de mojárselas. A veces le decían que era muy escrupulosa pero no era cierto. A ella no le importaba beber de una botella vieja, o mancharse…no. A ella le preocupaba manchar, manchar a alguien.

Intentaba dormir cuando otro mensaje le invadió la mente. El cuarto estaba desordenado. Su parte juiciosa se lo negaba, todo estaba en orden. Su parte enferma le repetía lo desordenado que estaba todo. Si enferma, estaba enferma. No le dolía nada, no tenía nada roto, salvo quizá los nervios, pero estaba enferma. Hacía tiempo que lo sospechaba, pero ya estaba diagnosticada. Tenía TOC. Trastorno Obsesivo Compulsivo. ¿Y por qué? Cuestión de genética o por falta de serotonina en el cerebro…Nada relacionado con algo que ella hubiese hecho.

Diana ahogo un grito mordiéndose el brazo, tan difícil era. Quería por una vez en su vida acostarse y dormir, sin obsesiones, tranquila.

Para olvidarse de todo comenzó a inventarse una historia, una historia de hadas en la que ella era la protagonista, una historia sin pensamientos retorcidos, una historia…

Y con estos pensamientos en la mente y un par de lágrimas recorriéndole la cara se quedó dormida.

Tranquilidad… tranquilidad hasta el día siguiente si tenía la suerte de no despertase en toda la noche.

cababa de salir el sol cuando Natalia se despertó por quinta vez esa noche, el lado de derecho de su cama ya estaba vacío. Miró el reloj. Las seis y media. Se preguntó dónde estaría Andrés, que siempre era el último en levantarse. Y aunque deseaba quedarse rezagada un poco más en la cama se levantó dispuesta a comenzar su jornada. Lo primero que hizo fue acercarse al cuarto de Diana. Estaba profundamente dormida. Se acerco a ella y la acarició, noto humedad en la almohada.

- Hija mía, ¿ya te has pasado la noche llorando? – Murmuró- No te preocupes pequeña, todo saldrá bien. Todo va a cambiar. Pequeña.

Pensó en la serenidad de su faz dormida, en lo tranquila que estaría en ese momento su pequeña, le dolió en lo más hondo de su alma el saber que debía despertarla al cabo de una hora.

- Natalia, cariño, ¿qué haces?- Su marido la llamaba desde la puerta.
- Ya voy Andrés, estaba comprobando que Diana estuviese bien. ¿Dónde estabas?

Andrés le contestó mientras bajaban a la cocina que había salido a hacer un poco de deporte porque no se podía dormir.

- ¿Tú crees que ella nos va a ayudar?- le interrumpió su mujer.
- ¿Quién? ¿La psicóloga?
- Sí, ¿podrá curar a Diana?
- Claro que sí, Natalia, que tu hija no tiene una enfermedad irreversible.
- También es tu hija.
- Bueno, pues nuestra hija.

Natalia iba a darle un beso cuando escucho un grito proveniente del segundo piso. Los dos salieron corriendo.

Natalia llegó primero a la habitación de su hija, esta estaba en la cama llorando desesperadamente.

- Diana, ¿qué te ocurre? Cariño
- Mamá me odio, me odio, me odio…Lo he matado, he matado a un niño.

Diana se tiraba del pelo mientras decía esto. Su padre le sujeto las manos mientras su madre la tranquilizaba.

- No cielo, no has matado a nadie, ha sido solo un sueño.

No era la primera vez que le pasaba, Diana vivía obsesionada con los asesinatos. Hasta tal punto llegaba esta neurosis que no podía ver el telediario, pues se creía culpable de todas las muertes. Entre los brazos de sus padres Diana se tranquilizó y a las ocho menos cuarto ya estaba preparada para salir de casa.

- No te entretengas a la salida. Sabes que a las cuatro tenemos cita con la psicóloga- le advirtió Andrés.
- Está bien papá, pero al psiquiatra no quiero volver a verlo. Me da miedo.
- Ya hablaremos de eso – dijo su madre zanjando la discusión.- Que pases un buen día.

Diana sentía el frío penetrando en sus huesos a pesar de que estaba muy abrigada. Le dolía la espalda, la mochila pesaba muchísimo. Pero a pesar de todo no tenía ganas de llegar a clase. Temía el momento de entrar por la puerta de un lugar en el que tenía que cambiar su cara, fingir y contestar que estaba muy bien cuando le preguntasen como se encontraba. Lo único bueno que tenía el colegio era el poder estar con Javier, su mejor amigo. Sí Javier, un ser excepcional. Todos pensaban que eran novios pero sólo eran rumores. Eran amigos, muy buenos amigos, quizá algún día… No, Diana intentó quitárselo de la cabeza, nunca podrían ser más que amigos, sin embargo no podía de dejar de pensar en sus ojos verdes, grandes y profundos, en su voz suave y en su dulzura.

- Bueno ahora tenéis tiempo libre, podéis meteros en cualquier página, donde queráis- anunció Beatriz, la profesora de informática, quince minutos antes de finalizase la clase.

- Diana, el otro día, el psiquiatra al que fuiste…el doctor Gateo o como se llame…

- Galisteo, León Galisteo.

- Ese, te dijo como se llamaba tu enfermedad ¿no?

- Bueno, dijo que lo más probable es que tuviese TOC, pero que era pronto para saberlo. Pero, ¿Qué haces? No hagas eso Javi.

- -¿Qué? Sólo pongo TOC en el buscador, tendrás que estar informada, además…

- No Javi, no quiero, me da miedo.

- No te preocupes, yo estoy contigo, no dejaré que te pase nada. Dame la mano.

Y con una mano agarrada de Javi y con la otra en la barbilla, Diana observó como aparecía muchísimas entradas del tema. Javier dudó un poco, pero enseguida se decidió por una. La abrió y los dos se quedaron mirando fijamente la pantalla.

¿Qué es el trastorno obsesivo compulsivo?
Obsesiones. Son pensamientos perturbadores e irracionales -- ideas o impulsos no deseados que se generan repetidamente en la mente de la persona. Una y otra vez aparecen pensamientos molestos, por ejemplo "Mis manos están contaminadas; me las tengo que lavar"; "Creo que dejé la estufa encendida"; "Voy a lastimar a mi hijo." En cierto nivel, la persona sabe que estos pensamientos obsesivos son irracionales, pero en otro nivel teme que los pensamientos sean verdaderos y tratar de evitar esas ideas crea muchísima ansiedad.
Compulsiones. Son rituales repetitivos como lavarse las manos, contar, revisar, acumular o arreglar cosas. La persona repite estas acciones, quizá porque siente un alivio pasajero, pero no se siente satisfecha ni tiene la convicción de que ha concluido la acción. Las personas que sufren del trastorno obsesivo compulsivo sienten que deben realizar estos rituales o algo malo va a pasar.
En algún momento dado, la mayoría de las personas tienen pensamientos o comportamientos obsesivos. El trastorno obsesivo compulsivo ocurre cuando alguien siente obsesiones y compulsiones durante más de una hora todos los días, de una manera que interfiere con su vida.
El trastorno obsesivo compulsivo con frecuencia se describe como "la enfermedad de la duda." Los que lo sufren tienen "dudas patológicas" porque no pueden distinguir entre lo que es posible, lo que es probable y lo que no es probable que pase.
¿Cuánto tiempo dura el trastorno obsesivo compulsivo?
Este trastorno no desaparece por sí solo, así que es importante obtener tratamiento. Aunque de vez en cuando los síntomas se podrían volver menos severos, el trastorno obsesivo compulsivo es una enfermedad crónica. (…)

- Ya está bien, no quiero seguir leyendo.
Diana se levantó de su silla y salió dando un portazo del aula. Javier salió detrás de ella.

Natalia, Andrés y Diana llegaron al edifico. Era feo, feo y triste. Las ventanas tenían rejas. ¿Qué se creen que me voy a escapar?, pensó Diana mientras su padre llamaba al telefonillo, un segundo después la puerta se abrió y subieron unas escaleras. Arriba una mujer con una gran sonrisa y una bata blanca los saludó.

- Buenos días, ¿es la primera vez que vienen?
- Sí- contestó su madre- tenemos cita con Clara Martínez.
- OH sí, ya lo veo. ¿Cuál de las dos es Diana?
- Soy yo- murmuró
- Hola Diana, que guapa. ¿Cuántos años tienes?
- 15
- Oh, ¡qué bien! ¿Qué tal el cole?

Diana pensó en explicarle que ya no iba al cole, si no al instituto y que podía hablarle como había hablado un minuto antes a sus padres, que no tenía tres años. Pero se contuvo y respondió:
- Muy bien, gracias.

Doña Simpatía los acompañó a la sala de espera y les dijo que en unos minutos vendría por Diana. Ella estaba muy nerviosa, se golpeaba las manos y cada vez estaban más rojas. Estaba pensando en ir a lavárselas cuando Simphatic woman apareció de nuevo.

- Acompáñame, pequeña.
Diana miró a sus padres pidiendo una mirada o un gesto de apoyo, y no le defraudaron. Su madre le sonrío con una tremenda dulzura y su padre guiñó un ojo y levantó el pulgar como diciéndole que ella podía. Con más ánimo volvió la cabeza y la siguió. Subieron otra planta y torcieron a la derecha, allí había un despacho o una consulta o cómo se llamara eso.

- Sandra, aquí está Diana. Diana pasa.
- Gracias Paquita. Pasa, no muerdo.

Diana se quedó sorprendida, no era la vieja bruja que ella se había imaginado, en absoluto. No debía tener más de treinta años, aunque su cara era infantil, llena de inocencia. Su voz era dulce, muy dulce.

- Hola, yo soy Clara. ¿Qué tal estás? – Tranquila, no tengas miedo. No voy hacerte nada… y si lo intento solo tienes que gritar, jeje. Bueno, primero me vas a contestar a una preguntas ¿verdad?

Diana no dijo nada, solo la miró fijamente y espero que empezase. Por debajo de la mesa sus manos se estrujaban una contra otra.

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OBSESIONES Y ANGUSTIAS



OBSESIONES Y ANGUSTIAS

OBSESIONES Y ANGUSTIAS

Ignacio Larrañaga (El Arte de ser Feliz, Cap. 3)

Tú estás en tu habitación y, sin pedir permiso, entra en tu cuarto un enemigo y cierra la puerta. No puedes expulsar al intruso, ni tampoco puedes salir de tu habitación. Eso es la obsesión; es como tener que cohabitar con un ser extraño y molesto sin poder expulsarlo.

La persona que sufre de obsesión se siente dominada, se da cuenta de que la idea que le obsesiona es absurda, no tiene sentido, y de que se le ha instalado ahí sin motivo alguno. Pero, al mismo tiempo, se siente impotente para expulsarla y parece que, cuanto más se esfuerza por ahuyentarla, con más fuerza se le instala y se le fija.

La mayor desdicha que puede experimentar un hombre es la de sentirse interiormente vigilado por un gendarme, sin poder ser autónomo ni dueño de sí.

El pueblo, para manifestar la idea de obsesión, se expresa de la siguiente manera: “se le puso tal idea”. Aquella mujer vivió durante largos años cuidando solícitamente a su padre enfermo, después que éste murió, se le puso la idea de que no lo había cuidado con suficiente esmero mientras vivió. Ella tenía la conciencia clara de que este pensamiento era absurdo, pero no pudo eludir que la obsesión la dominara completamente.

Hay personas que, una vez acostadas, se les pone la idea de que no van a poder dormir esa noche. La idea les domina de tal manera que, efectivamente, no duermen.

Hay personas que cuando preparan el equipaje de un viaje abren la maleta cinco o seis veces para comprobar si metieron aquel objeto; personas que se levantan varias veces de la cama para comprobar si está bien cerrada la puerta; personas que pasan todo el día lavándose las manos una y otra vez… Se podrían multiplicar los ejemplos.

Existe la obsesión de la culpa, la del fracaso, la del miedo, la de la muerte, la de las diferentes manías.

Hay personas que son y están predispuestas a las obsesiones por su propia constitución genética. Basta que se les haga patente en su entorno un factor estimulante para que entren rápidamente en una crisis obsesiva.

El estado de obsesión depende también de los estados de ánimo: cuando un sujeto se halla en un estado altamente nervioso será presa de una crisis obsesiva mucho más fácilmente que cuando está relajado y tranquilo.

Hay tres cosas que andan danzando en una misma cuerda: la dispersión, la angustia y la obsesión. Ellas tres actúan entre sí como madres e hijas, como causa y efecto. Pero, muchas veces, no se sabe quién engendra a quién, quién es la madre y quién es la hija. Incluso sus funciones pueden ser alternadamente indistintas: la angustia genera obsesión, la obsesión, a su vez, engendra angustia y, de todas formas, la dispersión siempre engendra, o al menos favorece, ambos estados.

****

Las obsesiones nacen casi siempre en un temible círculo vicioso: la vida agitada, las responsabilidades fuertes y un entorno vital estridente y subyugador.

Todo esto conduce a una desintegración de la unidad interior con una gran pérdida de energías, por lo que el cerebro tiene que acelerar la producción de energías con la consiguiente fatiga cerebral.

Esta fatiga cerebral deriva rápidamente en la fatiga mental. La fatiga mental, a su vez, no es otra cosa que debilidad mental. Y debilidad mental significa que todos los estímulos exteriores e interiores se te prenden y te dominan, y tú no puedes ser dueño de tus mundos interiores porque precisamente los pensamientos y las emociones más desagradables se apoderan y se instalan en ti, sin motivo ni razón, dominan sin contrapeso los mecanismos de tu libertad. Y aquello a lo que temes y a lo que resistes se te fija y te domina en la medida en que lo temes y te resistes.

Esto sucede porque los pensamientos obsesivos son más fuertes que tu mente que está muy débil. Y está débil tu mente porque tu cerebro está muy fatigado porque tiene que producir aceleradamente grandes cantidades de energías. Esto, a su vez, sucede porque necesitas reponer muchas energías debido a la dispersión y nerviosismo que hay en ti. Y, siendo la obsesión más fuerte que la mente, ésta acaba siendo derrotada por aquella. Y la mente, al sentirse dominada por la obsesión es incapaz de expulsarla, queda presa de una angustiosa ansiedad que deriva en una fatiga y una debilidad mentales cada vez mayores, y entonces la fuerza de la obsesión es mucho más considerable y te domina sin contrapeso.

Este es el infernal y temible círculo vicioso en el que, como dijimos, danzan al unísono la dispersión o nerviosismo, la angustia y la obsesión, llevando a muchas personas a agonías insufribles y abriéndose de esta manera las puertas al enemigo más peligroso: la obsesión.

¿Qué hacer? Ciertos fármacos, como los sedantes, pueden ayudar en situaciones de emergencia pero son simples lenitivos, no atacan la raíz del mal. Otras soluciones, como las drogas, alcohol u otras formas de evasión son puros engaños para empañar los ojos a fin de no ver al enemigo.

Pero el enemigo está dentro y hay que enfrentarlo con los ojos abiertos porque no hay manera de escaparse de uno mismo. Los remedios son de varias clases y están al alcance de todos, pero no tienen efectos instantáneos como los fármacos. Al contrario, exigen un paciente entrenamiento, producen una mejoría lenta, a veces con altibajos, pero una mejoría real porque aseguran el fortalecimiento mental.

El primer remedio consiste en no resistirse a la obsesión misma: todo lo que se resiste o se reprime, no sólo no se suprime sino que contraataca con mayor violencia. Resistirse mentalmente equivale a apretarse contra algo, y todo apretarse es angustiarse, sentirse angosto, apretado. La obsesión si se la dejara, dejaría de apretar y, simplemente y por sí misma, se esfumaría.

Repetimos: lo que se reprime, contraataca y domina. La represión aumenta, pues, el poder de la obsesión. Si se le dejara, ella misma iría perdiendo fuerza. Y dejar consiste en aceptar que ocurra aquello que se teme. Aceptar que no vas a dormir, aceptar que no vas a actuar brillantemente ante aquellas personas, aceptar que éstos o aquellos no te quieran, aceptar que hayan hablado mal de ti, no haber acertado en el proyecto… Sólo con este aceptar disminuirán muchas de tus obsesiones y algunas desaparecerán por completo.

* * * *

En segundo lugar, debes ir adquiriendo la capacidad de desligar la atención, de interrumpir a voluntad la actividad mental, desviando voluntariamente el curso del pensamiento y de las emociones.

Y eso se puede adquirir acostumbrándose a hacer el vacío mental, a suprimir momentáneamente la actividad pensante, a detener el motor de la mente. Con este vacío mental se ahorran muchas energías mentales; con este ahorro el cerebro, la mente descansa y se fortalece. De esta manera, tu mente llegará a ser más fuerte que tus obsesiones.

Y así, llegarás a ser capaz de ahuyentarlas de tus fronteras, alcanzando el pleno poder mental hasta llegar a ser tú el único árbitro de tus mundos. Para conseguir tan anhelados frutos necesitas dedicarte, sostenida y sistemáticamente, a la práctica intensiva de los ejercicios que encontrarás en el capítulo V. Los resultados irán viniendo lenta pero firmemente y, paulatinamente, irás logrando la tan deseada tranquilidad mental.

Las obsesiones, en algunos casos, desaparecerán completamente y quizá para siempre. Pero no les sucederá así a quienes por constitución genética son portadores de tendencias obsesivas. Éstos deberán permanecer atentos todo el tiempo porque en el momento en que se haga presente un estímulo exterior o les llegue una fuerte fatiga, pueden entrar, de nuevo, en crisis.

En resumen, la salvación no se te va a dar como un regalo de Navidad. Eres tu mismo quién debe salvarse a sí mismo. Y, recuerda, la libertad no es un don sino una conquista.

El arte de ser feliz. Paulinas. Lima, 2003

habia una vez...


Había una vez un hombre que padecía de un miedo absurdo, temía perderse entre los demás. Todo empezó una noche, en una fiesta de disfraces, cuando él era muy joven. Alguien había sacado una foto en la que aparecían en hilera todos los invitados. Pero al verla, él no se había podido reconocer. El hombre había elegido un disfraz de pirata, con un parche en el ojo y un pañuelo en la cabeza, pero muchos habían ido disfrazados de un modo similar. Su maquillaje consistía en un fuerte rubor en las mejillas y un poco de tizne simulando un bigote, pero disfraces que incluyeran bigotes y mofletes pintados había unos cuantos. Él se había divertido mucho en la fiesta, pero en la foto todos parecían estar muy divertidos. Finalmente recordó que al momento de la foto él estaba del brazo de una rubia, entonces intentó ubicarla por esa referencia; pero fue inútil: más de la mitad de las mujeres eran rubias y no pocas se mostraban en la foto del brazo de piratas.

El hombre quedó muy impactado por esta vivencia y, a causa de ello, durante años no asistió a ninguna reunión por temor a perderse de nuevo.

Pero un día se le ocurrió una solución: cualquiera fuera el evento, a partir de entonces, él se vestiría siempre de marrón. Camisa marrón, pantalón marrón, saco marrón, medias y zapatos marrones. “Si alguien saca una foto, siempre podré saber que el de marrón soy yo”, se dijo.

Con el paso del tiempo, nuestro héroe tuvo cientos de oportunidades para confirmar su astucia: al toparse con los espejos de las grandes tiendas, viéndose reflejado junto a otros que caminaban por allí, se repetía tranquilizador: “Yo soy el hombre de marrón”.

Durante el invierno que siguió, unos amigos le regalaron un pase para disfrutar de una tarde en una sala de baños de vapor. El hombre aceptó gustoso; nunca había estado en un sitio como ése y había escuchado de boca de sus amigos las ventajas de la ducha escocesa, del baño finlandés y del sauna aromático.

Llegó al lugar, le dieron dos toallones y lo invitaron a entrar en un pequeño box para desvestirse. El hombre se quitó el saco, el pantalón, el pullover, la camisa, los zapatos, las medias... y cuando estaba a punto de quitarse los calzoncillos, se miró al espejo y se paralizó. “Si me quito la última prenda, quedaré desnudo como los demás”, pensó. “¿Y si me pierdo? ¿Cómo podré identificarme si no cuento con esta referencia que tanto me ha servido?”

Durante más de un cuarto de hora se quedó en el box con su ropa interior puesta, dudando y pensando si debía irse... Y entonces se dio cuenta que, si bien no podía permanecer vestido, probablemente pudiera mantener alguna señal de identificación. Con mucho cuidado quitó una hebra del pulóver que traía y se la ató al dedo mayor de su pie derecho. “Debo recordar esto por si me pierdo: el que tiene la hebra marrón en el dedo soy yo”, se dijo.

Sereno ahora, con su credencial, se dedicó a disfrutar del vapor, los baños y un poco de natación, sin notar que entre idas y zambullidas la lana resbaló de su dedo y quedó flotando en el agua de la piscina. Otro hombre que nadaba cerca, al ver la hebra en el agua le comentó a su amigo: “Qué casualidad, éste es el color que siempre quiero describirle a mi esposa para que me teja una bufanda; me voy a llevar la hebra para que busque la lana del mismo color”. Y tomando la hebra que flotaba en el agua, viendo que no tenía dónde guardarla, se le ocurrió atársela en el dedo mayor del pie derecho.

Mientras tanto, el protagonista de esta historia había terminado de probar todas las opciones y llegaba a su box para vestirse. Entró confiado, pero al terminar de secarse, cuando se miró en el espejo, con horror advirtió que estaba totalmente desnudo y que no tenía la hebra en el pie. “Me perdí”, se dijo temblando, y salió a recorrer el lugar en busca de la hebra marrón que lo identificaba. Pocos minutos después, observando detenidamente en el piso, se encontró con el pie del otro hombre que llevaba el trozo de lana marrón en su dedo. Tímidamente se acercó a él y le dijo: “Disculpe señor. Yo sé quién es usted, ¿me podría decir quién soy yo?”

NO OLVIDEMOS NUNCA QUE SOMOS LAS MISMAS PERSONAS, QUE ERAMOS EL DIA ANTES DE QUE NOS ATACASE EL TOC. SEAN CUALES SEAN NUESTRAS OBSESIONES, NOSOTROS NO SOMOS EL TOC NO LO ALIMENTEMOS, Y POCO A POCO SE HARA MAS PEQUEÑO HASTA SER UNA PEQUEÑA MOLESTIA,EN NUESTRO DIA A DIA.

fuente:jorge bucay

cuento toc El bello verano I


Al día siguiente de volver de Inglaterra, Pablo quedó con Iván en la cafetería de siempre. Por algún motivo, solían pasar chicas guapísimas por aquella plaza. Se alegró al descubrir que eso no había cambiado. Iba reencontrándose poco a poco con todas aquellas sensaciones que, hacía un tiempo, habían formado parte de su rutina: el reflejo del sol sobre la mesa metálica, los niños correteando, las madres chillando, el Rimel de la camarera rumana, las conversaciones con Iván. Los mismos temas, con otras caras. Iván le habló de una chica nueva, pero parecía la misma historia de siempre y Pablo no sabía qué decirle, ni si valía la pena empañar su ilusión. Ni tampoco sabía qué contarle. Buscó alguna anécdota de su primer año de profesor de instituto en Nottingham, algo gracioso, simpático. Acabó hablándole de las notas que habían sacado sus alumnos de A level y del intercambio que estaba organizando para el curso siguiente. A Iván le costaba mantener la atención y a él mismo le costaba interesarse por lo que estaba diciendo. Era más fácil preguntarle por amigos comunes o escucharle contar anécdotas de la universidad, por donde Pablo no pasaba desde hacía dos años.
Era extraño volver al cariño de sus padres, a las viejas reglas, a dormirse en el sofá mirando programas del corazón con la gata ronroneando sobre el pecho. Pablo y Iván iban en bicicleta a la playa y solían pasarse por el apartamento de Sara, que aquel verano estaba preciosa. Los fines de semana salían por Benicassim y un par de veces acabaron bañándose en pelotas a las tantas de la madrugada. Pablo tenía recuerdos difusos del FIB, recordaba que unos hijos de puta le habían roto la luna del coche a Roberto. Allí se hizo sus primeras rayas de speed. También fueron a Acuarama. Y salieron por Castellón. Quedaban para tomar unas cervezas en el pub irlandés y a veces acababan en un bar de putas que no cerraba nunca y Pablo se le tiraba a Sara al morro. Una vez acabaron los dos por el suelo. Al día siguiente Sara estaba llena de moratones. La verdad es que muy bien.
Una noche, mientras miraba la tele con sus padres, Pablo les habló de un pequeño aparato electrónico que utilizaban en el instituto para pasar lista. Estaba un poco preocupado porque pensaba que se lo había dejado encendido. Les dijo que a veces pensaba en coger un avión para volver al instituto a comprobarlo. Tenía miedo de provocar un incendio. Les confesó que llevaba todo el verano atormentándose por aquello, que no había conseguido sacárselo de la cabeza ni medio segundo, que vivía una pesadilla. Pablo sentía arcadas de vergüenza, pero no paraba de reírse y hacer bromas. Veía el miedo a lo lejos, como un espectro que le controlaba desde la distancia. De repente, sintió que había empezado a hablar en un idioma inventado, incomprensible para sus padres y que ellos le miraban disimulando, aterrorizados. Menuda tontería, ¿verdad? Pues claro que es una tontería, no te preocupes por la maquinita esa. No os preocupéis vosotros. Por qué íbamos a preocuparnos, le contestaron, pero Pablo percibía la angustia en sus caras. Ahora que os lo he contado ya me lo he sacado de la cabeza. ¿Seguro que estás bien? Sí, estoy genial.
Una semana después, encerrado en su habitación, Pablo buscaba frenéticamente el teléfono de algún psiquiatra. Por mucho que lo intentara, no podía dejar de pensar en la maldita máquina. Pasaba las noches repasando si había, o no, apretado el botón de apagado. Tan sólo se le iba de la cabeza cuando le asaltaban pensamientos aún más terroríficos: su gata suicidándose por una ventana, su madre asfixiada por un escape de gas. Algo no le funcionaba bien en la cabeza y tenía que arreglarlo antes de volver a Inglaterra, porque en Inglaterra no podía hacer nada, allí todo era imposible. Le quedaban dos semanas de vacaciones, sólo dos semanas y Iván no hacía más que llamarle para tomar café.
La consulta del psiquiatra estaba en una calle interminable que, en sus años de instituto, Pablo había recorrido soñoliento todas las mañanas. Pero ahora parecía el decorado de una película sin argumento y Pablo caminaba sobre piernas de gelatina. Se sacó un folio arrugado del bolsillo y se quedó un rato observando la dirección que tenía apuntada en él. Algo más adelante, comprobó de nuevo la dirección y llamó a un timbre. Subió al tercer piso. Llamó a una puerta y una mujer con bata blanca le llevó a una habitación.
-Enseguida le hago pasar –dijo la mujer y cerró la puerta.
El clic del pestillo le recordó al momento en el que te bajan la barra de seguridad en una atracción de feria. Cuando te das cuenta de que no hay vuelta atrás y, en realidad, tú no querías subirte. El segundo antes de asomarte al abismo. Las paredes de la habitación empezaron a dar vueltas. Sobre la mesa de café se amontonaban incontables revistas. La cantante Alaska le observaba desafiantemente desde una de ellas, junto a una frase que decía: «Atrévete a ser tú mismo». Pablo sintió una horrible sacudida de miedo y vergüenza. ¿Cómo iba a explicar lo que le estaba pasando? Deseó tener un problema real, cualquier cosa, algo que no sonara tan patético. ¿Y si el psiquiatra tampoco le entendía? ¿Y si se reía de él? Pero había un terror aún mayor, algo a lo que ni siquiera se atrevía a mirar directamente: el miedo a descubrir que, desde siempre, algo había estado funcionando rematadamente mal en su cabeza; el miedo a que ese hombre le dijera que estaba loco. Aquello lo invalidaría todo. Sus pensamientos serían el resultado de una ecuación errónea; sus sentimientos no habrían sido más que síntomas. Se abrió la puerta. La recepcionista le dirigió una violenta sonrisa y le hizo pasar a la consulta.

El psiquiatra le esperaba sentado detrás de una mesa. Tras él, una ventana abierta de par en par, que dejaba entrar todo el ruido de la calle, le robaba la intimidad al ambiente. Sin embargo, al sentarse, Pablo experimentó una sorprendente sensación de ligereza. A través de la ventana vio el cielo azul y el sol reflejado en los edificios. Pablo se preguntó qué coño estaba haciendo allí. ¿Por qué no estaba ahora en la playa?
La imagen del psiquiatra, un señor de cincuenta y tantos de aspecto bastante anodino, le decepcionó enormemente. Pero, ¿qué se esperaba? Un ser deslumbrante. Se había imaginado al psiquiatra como una persona extraordinaria, una especie de gurú que, por arte de magia, le daría la solución a sus problemas. Sentía que sólo alguien así podía ayudarle. A primera vista, ese señor, que se peinaba de lado para cubrirse la calva, tenía poco que ver con lo que se había imaginado.
El psiquiatra tosió.
—A ver… ejem… vamos a ver… —hablaba con un tono extraño, como si le pesara la voz— ¿Qué problema tienes?
Nada le apetecía menos que contarle sus intimidades a un hombre que le estaba haciendo sentir como si estuviera en la oficina del paro, pero tenía que intentarlo. Si quería le ayudara, Pablo tenía que poner algo de su parte, así que se lanzó: «Mire, yo es que tengo un aparatito para pasar lista …» Pablo se dio cuenta de que se había puesto a hablar con voz de pitufo. ¡Era horrible! No importaba, ahora podía no dejar de hablar, fuera como fuera tenía que contárselo. Pero ninguna de sus frases acababa de cobrar sentido y cuanto más intentaba explicarse, más tenía la sensación de estar enmarañándolo todo. De repente sintió que ya lo había dicho todo y dejó de hablar, como quien cierra un grifo de golpe.
Pablo se quedó en suspenso, a la espera de la reacción del psiquiatra. El psiquiatra se limitó a mirarle, primero de forma inexpresiva. Luego echó la cabeza hacia atrás y abrió los ojos de forma poco natural, al tiempo que separaba levemente los labios. Pablo relacionó inmediatamente aquella expresión con la cara que ponía su profesor de historia del instituto cuando quería humillarle. ¿Con qué derecho le miraba así? ¿Quién se creía que era?
—Bueno... esto... sí... a ver... —dijo el psiquiatra.
No podía creérselo, este hombre no sabía ni hablar.
—A ver... —siguió el psiquiatra— a ver... puedes decirme... mmmm...
—¿¿Qué?? —le interrumpió Pablo.
El psiquiatra se quedó en silencio y, tras dirigirle una poco complaciente mirada, le formuló una pregunta sin que en su voz se produjera la más mínima vacilación:
—¿Es la primera vez que te pasa esto o es algo que te ha pasado continuamente a lo largo de tu vida?
Pablo estuvo a punto de contestar: No, sólo ahora... Pero, joder, era una buena pregunta, una pregunta realmente buena. Pablo miró al psiquiatra buscando algún indicio de malevolencia. Nada, tenía la misma cara de cartón que al principio. Pablo sentía que había algo tremendamente peligroso en aquella pregunta. ¿Era la primera vez que le pasaba aquello o era algo que le había pasado continuamente a lo largo de su vida? ¿Estaban hablando de un resfriado pasajero o de una enfermedad crónica? Descubrió con pavor que no era, ni mucho menos, la primera vez que le pasaba, que en incontables ocasiones (que parecía que abarcaran la mayor parte de su vida) había vivido atormentado por una preocupación u otra, por angustias que le habían destrozado la existencia. Su vida le pareció una sucesión de nudos estrangulados, una desquiciada acumulación de ansiedades, una pesadilla absolutamente invivible.
—¿Qué me pasa? — preguntó, con una angustia desmedida.
—Tienes un trastorno obsesivo compulsivo.
Pablo vio a su amor propio lanzándose por un oscuro abismo y luego lo vio al fondo del pozo mirando de un lado a otro, buscando frenéticamente, sin encontrar nada. Se lo había confirmado, estaba mal de la cabeza. Pero, ¿tenía arreglo? ¿Aquel hombre podía ayudarle? Por favor, si puede hacerlo, hágalo ahora. Saque su varita mágica y transfórmeme en algo, en un príncipe, en lo que sea, pero no me deje convertido en este sapo horrible.
Pero el psiquiatra no era un hombre que creyera en milagros. Dado el poco tiempo con el que contaban, sólo se le ocurrían dos opciones: los libros de autoayuda y la medicación.
Pablo salió de la consulta y desanduvo sus pasos por aquella calle interminable. Se sentía como si, tras una explosión silenciosa, todo se hubiera desmoronado en su interior. Entró en una librería tras otra hasta que dio con el libro que le había recomendado el psiquiatra: Venza sus obsesiones. A escondidas, aquella misma noche —sus padres no debían saber nada—, lo devoró de cabo a rabo, buscando en vano las palabras mágicas que le sacaran de aquel estado. Antes de la siguiente cita, tuvo tiempo de leerse tres libros más: La obsesión con el perfeccionismo, La obsesión compulsiva: cómo tratarla y Trastorno obsesivo compulsivo: 100 preguntas. Pero en ellos no encontró ninguna respuesta; encontró una colección de técnicas (a cual más absurda) y mucha desesperanza. Leyó infinidad de historias de obsesivos compulsivos. Le parecieron personas horribles, gente amargada, gris, cuadriculada, tensa, incapaz de querer realmente, que se pasaba la vida comprobando interruptores o trabajando hasta caer enfermos. Todo lo contrario de lo que a él le gustaría ser. Pero lo peor era que en aquellos libros no había esperanza. Casi todos los obsesivos arrastraban el trastorno durante toda la vida. Los índices de recuperación eran irrisorios. Si te había tocado aquella enfermedad, estabas jodido. ¿Él era como ellos? ¿Estaba condenado a vivir con ese sufrimiento? No, él no era así. En el fondo, era una persona alegre, espontánea... Pablo miró hacia su interior y se preguntó si de verdad era así, o si, por el contrario, estaba engañándose una vez más.

En la segunda visita Pablo entró embravecido.
—¡Este libro no sirve de nada! —le gritó al psiquiatra, arrojándolo sobre la mesa.
Luego empezó a burlarse de su contenido del libro, de ese tono taan americano y enseguida pasó a criticar al psiquiatra y a su maravilloso diagnóstico. Un poco apresurado, ¿no? No me conoces de nada y me metes en el mismo saco que esta gente. ¡Yo no soy como ellos! ¿Por qué tengo que creerte?
—Si no quieres, no me creas —le contestó el psiquiatra.
Aquel hombre empezó a sorprenderle. Ignorando el tono agresivo de Pablo, le respondió a todo lo que le había planteado. Con cuatro palabras, desmontó el universo en blanco y negro en el que se había metido. Se podía tener una personalidad obsesiva rígida o ser una persona con tendencia a la obsesividad en determinadas circunstancias. No ganaba nada pensando que era un caso crónico sin posibilidad de cura. Evidentemente, en los libros hablan de los casos más graves, pero no debía asustarse. Sin embargo, debía asumir que no iba a cambiar de la noche a la mañana. Se había pasado la vida obsesionándose, era evidente que, en el futuro, iba a seguir haciéndolo. «Tienes mucho que aprender sobre ti mismo», le dijo. A Pablo le fascinó el tono calmado y distante con el que le estaba hablando. Sus palabras abrían nuevas incógnitas, pero, al mismo tiempo, parecían simplificarlo todo y tenían un efecto tranquilizador sobre él. Por primera vez, sintió una cierta admiración hacia aquel hombre. Después de todo, resultaba que sí que tenía respuestas. Era un gurú, distinto al que había imaginado, un gurú casposo —a juzgar por la nieve que cubría sus hombros—, pero, al fin y al cabo, un maestro y, al parecer, él era el típico discípulo torpe que esperaba ver la luz el primer día.
—Esto te va a seguir pasando hasta que te sometas a un proceso de psicoanálisis profundo, que puede llevar meses o años.
Pablo salió de su ensoñación y se volvió a alarmar. ¿Pero no se daba cuenta de que no tenía tiempo? Necesitaba curarse ahora, antes de volver a Inglaterra, allí todo era imposible.
El psiquiatra volvió a sugerir la medicación, a la que Pablo se había negado enérgicamente en la primera sesión. Le habló de un antidepresivo llamado Seroxat que se utilizaba en casos de obsesión compulsiva. Pero, en el fondo, Pablo seguía sin confiar en él.
—¿Pero estas pastillas no te dejan medio zombi?
El psiquiatra no contestó. A Pablo le pareció percibir un poso de hastío en sus ojos, hasta que se dio cuenta de que no le miraba a él, sino a un punto indefinido de la habitación. Su cabeza se había ido a otra parte. Este hombre no está bien, pensó Pablo. El psiquiatra bajó la mirada y se sacó un paquete de Ducados del bolsillo. Se puso un cigarro en la boca y le ofreció uno a Pablo.
—Hay algo que debes saber —dijo, con una voz que se había vuelto más profunda—, estas pastillas pueden tener efectos secundarios...
—¿Como qué? —contestó Pablo, ciertamente intimidado por los últimos movimientos de aquel hombre.
—Retrasan la eyaculación...
A Pablo se le escapó una risita. Tendría gracia que, de rebote, acabara solucionando otro problema que le tenía amargado desde hacía tiempo. El psiquiatra sonrió al ver la reacción de Pablo.
—Claro..., eso puede ser hasta bueno.
En los ocho últimos minutos de consulta empezaron a sentirse cómodos el uno con el otro. Se rieron bastante hablando de los otros efectos secundarios de las pastillas. No obstante, antes de despedirse, el psiquiatra insistió en que, aunque pudiera funcionar, la medicación era sólo una solución temporal. Si dejaba de tomarla lo más seguro es que recayera.

Sus padres le ayudaron a meter las maletas en el taxi. Pablo se despidió de ellos agradeciéndoles el verano, diciéndoles que iba a estar muy bien. Se pasó el viaje escribiendo en una libreta, mientras en el tren ponían una película de un gnomo policía que no paraba de chillar.
Aquella noche se alojó en una pensión de Barcelona, un lugar oscuro y sin decoración en el que se oían las conversaciones de las habitaciones contiguas. Pablo estuvo un rato encerrado en su habitación, apuntando cosas en la libreta. Luego salió a la calle. Al lado del hotel había una sala X. Pablo pasó por delante sin levantar la mirada. Entró en un bar y se pidió un bocadillo de lomo con queso y una Coca-Cola. La comida tenía un sabor sucio. Los ruidos del telediario y de la máquina tragaperras le parecieron groseros e inhumanos, como los ruidos de un país extranjero. A la vuelta se decidió a entrar en la Sala X. La película ya había empezado, pero Pablo insistió en entrar. En la pantalla había un hombre barbudo acostado con dos rubias morbosas que le acariciaban sinuosamente el cuerpo con sus largas extremidades. La cámara se movía sobre sus cuerpos cubiertos de fluidos y luego volvía a sus caras. Eran todo sonrisas. Entre los tres había una extraña complicidad, en realidad, parecían muy felices. Él las miraba y bromeaba; ellas se reían divertidas, exhaustas y le daban besos. Un fundido en negro puso final a la historia. A Pablo le hubiera gustado ver lo que había pasado antes, lo que les había llevado a aquel estado de armonía. Pero enseguida comenzó otra escena en la que dos tíos bastante macarras empezaron a introducir todo tipo de objetos por el ano de una mujer que tenía unas tetas falsas horribles. Se suponía que aquello debía ser excitante, pero a Pablo le resultó bastante repulsivo. Se sucedían crueles planos detalle del culo de la chica, que estaba lleno de estrías. Algunos objetos salían manchados de mierda. A Pablo le hubiera gustado hacerse una paja, pero no sabía si estaba permitido. De vez en cuando pasaba un hombre con una linterna. En el cine había cuatro o cinco personas más. Un hombre se sentó en la fila de Pablo y luego se acercó un poco más a su asiento. Pablo se cambió de fila. Al poco tiempo, el hombre se sentó a su lado. La película terminó. Se encendieron unas luces grises de neón. Pablo se levantó temblando y se dirigió a la salida intentando no mirar a los viejos que subían por el pasillo como almas en pena. En la pensión se masturbó sin ganas y luego se pasó la noche mirando cómo se movía una cortina.
Se despertó con una convulsión de pánico. Sin embargo, mientras viajaba hacia el aeropuerto mirando los edificios a través de la ventanilla del taxi, la mente empezó a funcionarle con una claridad inusitada. Recordó que en uno de aquellos libros había leído que la obsesión era un mecanismo de distracción. La preocupación obsesiva pocas veces era el problema real, sino más bien una forma de distraerse de los problemas que realmente debían afrontarse. Probablemente eso es lo que le pasaba a él. Así que debía analizar qué cosas no funcionaban en su vida. Empezó a hacer una lista: trabajaba demasiado, no desconectaba del trabajo, se le desmadraban los alumnos, no tenía amigos, ni vida amorosa, ni vida sexual, iba solo a todas partes, no comía bien, no hacía ejercicio, se pasaba el día pensando, echaba de menos el sol… No estaba mal para empezar. Éstas eran las cosas que tenía que cambiar. Era más sencillo de lo que parecía. Empezaría por limitar el tiempo que le dedicaba al trabajo. Durante el vuelo estuvo haciéndose un horario, con tiempo reservado para el ocio. Todo iba cobrando forma... ¿Dónde podía conocer mujeres interesantes? ¿Y si ponía un anuncio en el periódico? Pablo dejó a un lado la libreta y cerró los ojos. Se despertó sintiendo que una fuerza invisible le arrastraba desde el estómago contra su voluntad. Miró por la ventanilla y vio el cielo gris plomizo y la oscura hierba acercándose vertiginosamente. Todo había cobrado mayor densidad: las gotas de lluvia contra el cristal, el olor de la moqueta del aeropuerto, la cola de gente ante el control de pasaportes. Echó de menos ese aire de mar que ni siquiera había disfrutado. Entraba de nuevo en la ciénaga. Ahora recordaba su vida en aquel país: la omnipresencia del trabajo, los paseos solitarios por centros comerciales, soledad en los cines, en las cafeterías. Volvería a ser un profesor nefasto, a la acumulación caótica de papeles y libretas. Volvería a verse atrapado en una jaula con alumnos, pequeños tigres que se movían como dóciles gatos o abrían aquellas fauces monstruosas, mostrando sus enormes colmillos, todo bocas y rugidos, oscuridad. La existencia dentro del engrudo. ¿De verdad creía que iba a cambiarla? ¿Con qué tiempo, con qué energía? Si apenas llegaba a sacar la cabeza para respirar. A eso volvía: a la infelicidad continua, al estrés permanente, a la vida espantosa. Aguantaría allí hasta que se le acabaran las fuerzas, hasta que acabara de volverse loco



fuente: papagayo desplumado