cuento toc El bello verano I


Al día siguiente de volver de Inglaterra, Pablo quedó con Iván en la cafetería de siempre. Por algún motivo, solían pasar chicas guapísimas por aquella plaza. Se alegró al descubrir que eso no había cambiado. Iba reencontrándose poco a poco con todas aquellas sensaciones que, hacía un tiempo, habían formado parte de su rutina: el reflejo del sol sobre la mesa metálica, los niños correteando, las madres chillando, el Rimel de la camarera rumana, las conversaciones con Iván. Los mismos temas, con otras caras. Iván le habló de una chica nueva, pero parecía la misma historia de siempre y Pablo no sabía qué decirle, ni si valía la pena empañar su ilusión. Ni tampoco sabía qué contarle. Buscó alguna anécdota de su primer año de profesor de instituto en Nottingham, algo gracioso, simpático. Acabó hablándole de las notas que habían sacado sus alumnos de A level y del intercambio que estaba organizando para el curso siguiente. A Iván le costaba mantener la atención y a él mismo le costaba interesarse por lo que estaba diciendo. Era más fácil preguntarle por amigos comunes o escucharle contar anécdotas de la universidad, por donde Pablo no pasaba desde hacía dos años.
Era extraño volver al cariño de sus padres, a las viejas reglas, a dormirse en el sofá mirando programas del corazón con la gata ronroneando sobre el pecho. Pablo y Iván iban en bicicleta a la playa y solían pasarse por el apartamento de Sara, que aquel verano estaba preciosa. Los fines de semana salían por Benicassim y un par de veces acabaron bañándose en pelotas a las tantas de la madrugada. Pablo tenía recuerdos difusos del FIB, recordaba que unos hijos de puta le habían roto la luna del coche a Roberto. Allí se hizo sus primeras rayas de speed. También fueron a Acuarama. Y salieron por Castellón. Quedaban para tomar unas cervezas en el pub irlandés y a veces acababan en un bar de putas que no cerraba nunca y Pablo se le tiraba a Sara al morro. Una vez acabaron los dos por el suelo. Al día siguiente Sara estaba llena de moratones. La verdad es que muy bien.
Una noche, mientras miraba la tele con sus padres, Pablo les habló de un pequeño aparato electrónico que utilizaban en el instituto para pasar lista. Estaba un poco preocupado porque pensaba que se lo había dejado encendido. Les dijo que a veces pensaba en coger un avión para volver al instituto a comprobarlo. Tenía miedo de provocar un incendio. Les confesó que llevaba todo el verano atormentándose por aquello, que no había conseguido sacárselo de la cabeza ni medio segundo, que vivía una pesadilla. Pablo sentía arcadas de vergüenza, pero no paraba de reírse y hacer bromas. Veía el miedo a lo lejos, como un espectro que le controlaba desde la distancia. De repente, sintió que había empezado a hablar en un idioma inventado, incomprensible para sus padres y que ellos le miraban disimulando, aterrorizados. Menuda tontería, ¿verdad? Pues claro que es una tontería, no te preocupes por la maquinita esa. No os preocupéis vosotros. Por qué íbamos a preocuparnos, le contestaron, pero Pablo percibía la angustia en sus caras. Ahora que os lo he contado ya me lo he sacado de la cabeza. ¿Seguro que estás bien? Sí, estoy genial.
Una semana después, encerrado en su habitación, Pablo buscaba frenéticamente el teléfono de algún psiquiatra. Por mucho que lo intentara, no podía dejar de pensar en la maldita máquina. Pasaba las noches repasando si había, o no, apretado el botón de apagado. Tan sólo se le iba de la cabeza cuando le asaltaban pensamientos aún más terroríficos: su gata suicidándose por una ventana, su madre asfixiada por un escape de gas. Algo no le funcionaba bien en la cabeza y tenía que arreglarlo antes de volver a Inglaterra, porque en Inglaterra no podía hacer nada, allí todo era imposible. Le quedaban dos semanas de vacaciones, sólo dos semanas y Iván no hacía más que llamarle para tomar café.
La consulta del psiquiatra estaba en una calle interminable que, en sus años de instituto, Pablo había recorrido soñoliento todas las mañanas. Pero ahora parecía el decorado de una película sin argumento y Pablo caminaba sobre piernas de gelatina. Se sacó un folio arrugado del bolsillo y se quedó un rato observando la dirección que tenía apuntada en él. Algo más adelante, comprobó de nuevo la dirección y llamó a un timbre. Subió al tercer piso. Llamó a una puerta y una mujer con bata blanca le llevó a una habitación.
-Enseguida le hago pasar –dijo la mujer y cerró la puerta.
El clic del pestillo le recordó al momento en el que te bajan la barra de seguridad en una atracción de feria. Cuando te das cuenta de que no hay vuelta atrás y, en realidad, tú no querías subirte. El segundo antes de asomarte al abismo. Las paredes de la habitación empezaron a dar vueltas. Sobre la mesa de café se amontonaban incontables revistas. La cantante Alaska le observaba desafiantemente desde una de ellas, junto a una frase que decía: «Atrévete a ser tú mismo». Pablo sintió una horrible sacudida de miedo y vergüenza. ¿Cómo iba a explicar lo que le estaba pasando? Deseó tener un problema real, cualquier cosa, algo que no sonara tan patético. ¿Y si el psiquiatra tampoco le entendía? ¿Y si se reía de él? Pero había un terror aún mayor, algo a lo que ni siquiera se atrevía a mirar directamente: el miedo a descubrir que, desde siempre, algo había estado funcionando rematadamente mal en su cabeza; el miedo a que ese hombre le dijera que estaba loco. Aquello lo invalidaría todo. Sus pensamientos serían el resultado de una ecuación errónea; sus sentimientos no habrían sido más que síntomas. Se abrió la puerta. La recepcionista le dirigió una violenta sonrisa y le hizo pasar a la consulta.

El psiquiatra le esperaba sentado detrás de una mesa. Tras él, una ventana abierta de par en par, que dejaba entrar todo el ruido de la calle, le robaba la intimidad al ambiente. Sin embargo, al sentarse, Pablo experimentó una sorprendente sensación de ligereza. A través de la ventana vio el cielo azul y el sol reflejado en los edificios. Pablo se preguntó qué coño estaba haciendo allí. ¿Por qué no estaba ahora en la playa?
La imagen del psiquiatra, un señor de cincuenta y tantos de aspecto bastante anodino, le decepcionó enormemente. Pero, ¿qué se esperaba? Un ser deslumbrante. Se había imaginado al psiquiatra como una persona extraordinaria, una especie de gurú que, por arte de magia, le daría la solución a sus problemas. Sentía que sólo alguien así podía ayudarle. A primera vista, ese señor, que se peinaba de lado para cubrirse la calva, tenía poco que ver con lo que se había imaginado.
El psiquiatra tosió.
—A ver… ejem… vamos a ver… —hablaba con un tono extraño, como si le pesara la voz— ¿Qué problema tienes?
Nada le apetecía menos que contarle sus intimidades a un hombre que le estaba haciendo sentir como si estuviera en la oficina del paro, pero tenía que intentarlo. Si quería le ayudara, Pablo tenía que poner algo de su parte, así que se lanzó: «Mire, yo es que tengo un aparatito para pasar lista …» Pablo se dio cuenta de que se había puesto a hablar con voz de pitufo. ¡Era horrible! No importaba, ahora podía no dejar de hablar, fuera como fuera tenía que contárselo. Pero ninguna de sus frases acababa de cobrar sentido y cuanto más intentaba explicarse, más tenía la sensación de estar enmarañándolo todo. De repente sintió que ya lo había dicho todo y dejó de hablar, como quien cierra un grifo de golpe.
Pablo se quedó en suspenso, a la espera de la reacción del psiquiatra. El psiquiatra se limitó a mirarle, primero de forma inexpresiva. Luego echó la cabeza hacia atrás y abrió los ojos de forma poco natural, al tiempo que separaba levemente los labios. Pablo relacionó inmediatamente aquella expresión con la cara que ponía su profesor de historia del instituto cuando quería humillarle. ¿Con qué derecho le miraba así? ¿Quién se creía que era?
—Bueno... esto... sí... a ver... —dijo el psiquiatra.
No podía creérselo, este hombre no sabía ni hablar.
—A ver... —siguió el psiquiatra— a ver... puedes decirme... mmmm...
—¿¿Qué?? —le interrumpió Pablo.
El psiquiatra se quedó en silencio y, tras dirigirle una poco complaciente mirada, le formuló una pregunta sin que en su voz se produjera la más mínima vacilación:
—¿Es la primera vez que te pasa esto o es algo que te ha pasado continuamente a lo largo de tu vida?
Pablo estuvo a punto de contestar: No, sólo ahora... Pero, joder, era una buena pregunta, una pregunta realmente buena. Pablo miró al psiquiatra buscando algún indicio de malevolencia. Nada, tenía la misma cara de cartón que al principio. Pablo sentía que había algo tremendamente peligroso en aquella pregunta. ¿Era la primera vez que le pasaba aquello o era algo que le había pasado continuamente a lo largo de su vida? ¿Estaban hablando de un resfriado pasajero o de una enfermedad crónica? Descubrió con pavor que no era, ni mucho menos, la primera vez que le pasaba, que en incontables ocasiones (que parecía que abarcaran la mayor parte de su vida) había vivido atormentado por una preocupación u otra, por angustias que le habían destrozado la existencia. Su vida le pareció una sucesión de nudos estrangulados, una desquiciada acumulación de ansiedades, una pesadilla absolutamente invivible.
—¿Qué me pasa? — preguntó, con una angustia desmedida.
—Tienes un trastorno obsesivo compulsivo.
Pablo vio a su amor propio lanzándose por un oscuro abismo y luego lo vio al fondo del pozo mirando de un lado a otro, buscando frenéticamente, sin encontrar nada. Se lo había confirmado, estaba mal de la cabeza. Pero, ¿tenía arreglo? ¿Aquel hombre podía ayudarle? Por favor, si puede hacerlo, hágalo ahora. Saque su varita mágica y transfórmeme en algo, en un príncipe, en lo que sea, pero no me deje convertido en este sapo horrible.
Pero el psiquiatra no era un hombre que creyera en milagros. Dado el poco tiempo con el que contaban, sólo se le ocurrían dos opciones: los libros de autoayuda y la medicación.
Pablo salió de la consulta y desanduvo sus pasos por aquella calle interminable. Se sentía como si, tras una explosión silenciosa, todo se hubiera desmoronado en su interior. Entró en una librería tras otra hasta que dio con el libro que le había recomendado el psiquiatra: Venza sus obsesiones. A escondidas, aquella misma noche —sus padres no debían saber nada—, lo devoró de cabo a rabo, buscando en vano las palabras mágicas que le sacaran de aquel estado. Antes de la siguiente cita, tuvo tiempo de leerse tres libros más: La obsesión con el perfeccionismo, La obsesión compulsiva: cómo tratarla y Trastorno obsesivo compulsivo: 100 preguntas. Pero en ellos no encontró ninguna respuesta; encontró una colección de técnicas (a cual más absurda) y mucha desesperanza. Leyó infinidad de historias de obsesivos compulsivos. Le parecieron personas horribles, gente amargada, gris, cuadriculada, tensa, incapaz de querer realmente, que se pasaba la vida comprobando interruptores o trabajando hasta caer enfermos. Todo lo contrario de lo que a él le gustaría ser. Pero lo peor era que en aquellos libros no había esperanza. Casi todos los obsesivos arrastraban el trastorno durante toda la vida. Los índices de recuperación eran irrisorios. Si te había tocado aquella enfermedad, estabas jodido. ¿Él era como ellos? ¿Estaba condenado a vivir con ese sufrimiento? No, él no era así. En el fondo, era una persona alegre, espontánea... Pablo miró hacia su interior y se preguntó si de verdad era así, o si, por el contrario, estaba engañándose una vez más.

En la segunda visita Pablo entró embravecido.
—¡Este libro no sirve de nada! —le gritó al psiquiatra, arrojándolo sobre la mesa.
Luego empezó a burlarse de su contenido del libro, de ese tono taan americano y enseguida pasó a criticar al psiquiatra y a su maravilloso diagnóstico. Un poco apresurado, ¿no? No me conoces de nada y me metes en el mismo saco que esta gente. ¡Yo no soy como ellos! ¿Por qué tengo que creerte?
—Si no quieres, no me creas —le contestó el psiquiatra.
Aquel hombre empezó a sorprenderle. Ignorando el tono agresivo de Pablo, le respondió a todo lo que le había planteado. Con cuatro palabras, desmontó el universo en blanco y negro en el que se había metido. Se podía tener una personalidad obsesiva rígida o ser una persona con tendencia a la obsesividad en determinadas circunstancias. No ganaba nada pensando que era un caso crónico sin posibilidad de cura. Evidentemente, en los libros hablan de los casos más graves, pero no debía asustarse. Sin embargo, debía asumir que no iba a cambiar de la noche a la mañana. Se había pasado la vida obsesionándose, era evidente que, en el futuro, iba a seguir haciéndolo. «Tienes mucho que aprender sobre ti mismo», le dijo. A Pablo le fascinó el tono calmado y distante con el que le estaba hablando. Sus palabras abrían nuevas incógnitas, pero, al mismo tiempo, parecían simplificarlo todo y tenían un efecto tranquilizador sobre él. Por primera vez, sintió una cierta admiración hacia aquel hombre. Después de todo, resultaba que sí que tenía respuestas. Era un gurú, distinto al que había imaginado, un gurú casposo —a juzgar por la nieve que cubría sus hombros—, pero, al fin y al cabo, un maestro y, al parecer, él era el típico discípulo torpe que esperaba ver la luz el primer día.
—Esto te va a seguir pasando hasta que te sometas a un proceso de psicoanálisis profundo, que puede llevar meses o años.
Pablo salió de su ensoñación y se volvió a alarmar. ¿Pero no se daba cuenta de que no tenía tiempo? Necesitaba curarse ahora, antes de volver a Inglaterra, allí todo era imposible.
El psiquiatra volvió a sugerir la medicación, a la que Pablo se había negado enérgicamente en la primera sesión. Le habló de un antidepresivo llamado Seroxat que se utilizaba en casos de obsesión compulsiva. Pero, en el fondo, Pablo seguía sin confiar en él.
—¿Pero estas pastillas no te dejan medio zombi?
El psiquiatra no contestó. A Pablo le pareció percibir un poso de hastío en sus ojos, hasta que se dio cuenta de que no le miraba a él, sino a un punto indefinido de la habitación. Su cabeza se había ido a otra parte. Este hombre no está bien, pensó Pablo. El psiquiatra bajó la mirada y se sacó un paquete de Ducados del bolsillo. Se puso un cigarro en la boca y le ofreció uno a Pablo.
—Hay algo que debes saber —dijo, con una voz que se había vuelto más profunda—, estas pastillas pueden tener efectos secundarios...
—¿Como qué? —contestó Pablo, ciertamente intimidado por los últimos movimientos de aquel hombre.
—Retrasan la eyaculación...
A Pablo se le escapó una risita. Tendría gracia que, de rebote, acabara solucionando otro problema que le tenía amargado desde hacía tiempo. El psiquiatra sonrió al ver la reacción de Pablo.
—Claro..., eso puede ser hasta bueno.
En los ocho últimos minutos de consulta empezaron a sentirse cómodos el uno con el otro. Se rieron bastante hablando de los otros efectos secundarios de las pastillas. No obstante, antes de despedirse, el psiquiatra insistió en que, aunque pudiera funcionar, la medicación era sólo una solución temporal. Si dejaba de tomarla lo más seguro es que recayera.

Sus padres le ayudaron a meter las maletas en el taxi. Pablo se despidió de ellos agradeciéndoles el verano, diciéndoles que iba a estar muy bien. Se pasó el viaje escribiendo en una libreta, mientras en el tren ponían una película de un gnomo policía que no paraba de chillar.
Aquella noche se alojó en una pensión de Barcelona, un lugar oscuro y sin decoración en el que se oían las conversaciones de las habitaciones contiguas. Pablo estuvo un rato encerrado en su habitación, apuntando cosas en la libreta. Luego salió a la calle. Al lado del hotel había una sala X. Pablo pasó por delante sin levantar la mirada. Entró en un bar y se pidió un bocadillo de lomo con queso y una Coca-Cola. La comida tenía un sabor sucio. Los ruidos del telediario y de la máquina tragaperras le parecieron groseros e inhumanos, como los ruidos de un país extranjero. A la vuelta se decidió a entrar en la Sala X. La película ya había empezado, pero Pablo insistió en entrar. En la pantalla había un hombre barbudo acostado con dos rubias morbosas que le acariciaban sinuosamente el cuerpo con sus largas extremidades. La cámara se movía sobre sus cuerpos cubiertos de fluidos y luego volvía a sus caras. Eran todo sonrisas. Entre los tres había una extraña complicidad, en realidad, parecían muy felices. Él las miraba y bromeaba; ellas se reían divertidas, exhaustas y le daban besos. Un fundido en negro puso final a la historia. A Pablo le hubiera gustado ver lo que había pasado antes, lo que les había llevado a aquel estado de armonía. Pero enseguida comenzó otra escena en la que dos tíos bastante macarras empezaron a introducir todo tipo de objetos por el ano de una mujer que tenía unas tetas falsas horribles. Se suponía que aquello debía ser excitante, pero a Pablo le resultó bastante repulsivo. Se sucedían crueles planos detalle del culo de la chica, que estaba lleno de estrías. Algunos objetos salían manchados de mierda. A Pablo le hubiera gustado hacerse una paja, pero no sabía si estaba permitido. De vez en cuando pasaba un hombre con una linterna. En el cine había cuatro o cinco personas más. Un hombre se sentó en la fila de Pablo y luego se acercó un poco más a su asiento. Pablo se cambió de fila. Al poco tiempo, el hombre se sentó a su lado. La película terminó. Se encendieron unas luces grises de neón. Pablo se levantó temblando y se dirigió a la salida intentando no mirar a los viejos que subían por el pasillo como almas en pena. En la pensión se masturbó sin ganas y luego se pasó la noche mirando cómo se movía una cortina.
Se despertó con una convulsión de pánico. Sin embargo, mientras viajaba hacia el aeropuerto mirando los edificios a través de la ventanilla del taxi, la mente empezó a funcionarle con una claridad inusitada. Recordó que en uno de aquellos libros había leído que la obsesión era un mecanismo de distracción. La preocupación obsesiva pocas veces era el problema real, sino más bien una forma de distraerse de los problemas que realmente debían afrontarse. Probablemente eso es lo que le pasaba a él. Así que debía analizar qué cosas no funcionaban en su vida. Empezó a hacer una lista: trabajaba demasiado, no desconectaba del trabajo, se le desmadraban los alumnos, no tenía amigos, ni vida amorosa, ni vida sexual, iba solo a todas partes, no comía bien, no hacía ejercicio, se pasaba el día pensando, echaba de menos el sol… No estaba mal para empezar. Éstas eran las cosas que tenía que cambiar. Era más sencillo de lo que parecía. Empezaría por limitar el tiempo que le dedicaba al trabajo. Durante el vuelo estuvo haciéndose un horario, con tiempo reservado para el ocio. Todo iba cobrando forma... ¿Dónde podía conocer mujeres interesantes? ¿Y si ponía un anuncio en el periódico? Pablo dejó a un lado la libreta y cerró los ojos. Se despertó sintiendo que una fuerza invisible le arrastraba desde el estómago contra su voluntad. Miró por la ventanilla y vio el cielo gris plomizo y la oscura hierba acercándose vertiginosamente. Todo había cobrado mayor densidad: las gotas de lluvia contra el cristal, el olor de la moqueta del aeropuerto, la cola de gente ante el control de pasaportes. Echó de menos ese aire de mar que ni siquiera había disfrutado. Entraba de nuevo en la ciénaga. Ahora recordaba su vida en aquel país: la omnipresencia del trabajo, los paseos solitarios por centros comerciales, soledad en los cines, en las cafeterías. Volvería a ser un profesor nefasto, a la acumulación caótica de papeles y libretas. Volvería a verse atrapado en una jaula con alumnos, pequeños tigres que se movían como dóciles gatos o abrían aquellas fauces monstruosas, mostrando sus enormes colmillos, todo bocas y rugidos, oscuridad. La existencia dentro del engrudo. ¿De verdad creía que iba a cambiarla? ¿Con qué tiempo, con qué energía? Si apenas llegaba a sacar la cabeza para respirar. A eso volvía: a la infelicidad continua, al estrés permanente, a la vida espantosa. Aguantaría allí hasta que se le acabaran las fuerzas, hasta que acabara de volverse loco



fuente: papagayo desplumado