las extravagancias de un sultán insomne


De las extravagancias de un sultán insomne
fuente:http://www.lagaceta.com.ar
Análisis. Por Roberto Espinosa - Redacción LA GACETA
Cada vez que se alejaba del oasis, a las pocas leguas le sobrevenía la angustia de que lo hubiesen secado tras su partida, de manera que los beduinos y los camellos morirían de sed. Deshacía entonces el camino con el noble Almanzor. Llegaba al lugar y con alegría constataba que el vergel seguía existiendo. Volvía a partir. Ya en medio de los inmensos médanos lo asaltaba nuevamente la desdichada idea. Trataba de dominar el pensamiento de regresar sobre sus pasos. La sed le trepó por el cuerpo... La agitación lo desbordó. Shahriyar se despertó perturbado. Scheherezade le asentó la cabeza en el pecho y la ternura sosegó el estruendo de latidos. “¿Qué os pasa, amado mío?”, dijo la bella doncella. “Una obsesión me persigue en sueños. Me surge el presentimiento de que unos hombres contaminarán las aguas, cortarán las palmeras y destruirán el oasis. Y cada vez que me voy de él, siento la necesidad de volver para verificar que todo sigue como entonces”, explicó el monarca. Ella supo en ese instante que iban a protagonizar las mil y cincuenta noches.
Se acomodó en los almohadones. Escanció vino tinto para ambos. “Háblame de tus obsesiones, mi hermosa flor”, pidió él. “Ya habrás observado que me baño dos o tres veces por día o me lavo las manos a cada rato... Soy una obsesiva del orden... no entiendo bien por qué hago estas cosas repetitivas; no puedo controlarlas”.
– Es la ansiedad. Son trastornos de la personalidad. Por ejemplo, a mí me atormenta la idea de quedarme justamente sin ideas, sobre todo ante una situación límite. Como quedarse sin respuestas frente a uno mismo y a los demás. Todos los días, cuando me levanto, me imagino inmerso en alguna situación crítica y pienso en cómo debería abordarla.
– Cuentan que en una comarca, hubo un sultán poderoso que soñaba con sobrepasar a Alá. Apenas amanecía se dirigía al gran espejo que había en el baño de su habitación. Se miraba con detenimiento y se decía a sí mismo: “Soy el mejor monarca que ha tenido esta tierra. Todos me aman porque soy un gran hombre. ¡Qué harían los demás sin mí! ¿Qué sería de este pueblo sin mi guía?” Luego se dirigía a su despacho en el palacio donde escuchaba de boca de sus ministros los problemas del reino. Estaba rodeado de espejos. Ni en broma permitía que alguien se sentara en el trono. Cuando nadie lo veía, se sentaba y se paraba, se alejaba un metro y volvía rápidamente a sentarse.
– Seguramente soñaba con atornillarse al poder.
– Efectivamente. Había construido un imperio económico. Los negocios inmobiliarios engrosaban sus arcas. Todas las noches, antes de dormir, repasaba mentalmente cuánto dinero había ganado y si hallaba una diferencia de centavos llamaba inmediatamente a sus ministros para que dieran las explicaciones del caso. Le sobrevenía luego una gran tranquilidad porque no viviría el infierno de los miles de jubilados que cobraban haberes indignos y a los cuales hostigaba incumpliendo una orden de la Justicia.
– Parece que le funcionaba bien la hormona megaloman...
– A veces el insomnio se le volvía intolerante. Entonces entraba y salía sistemáticamente del palacio, abriendo y cerrando la puerta principal como un autómata.
– ¿Y por qué hacía eso?
– Practicaba porque quería entrar por la puerta grande de la historia y opacar la figura del emir Celestino Gelsi que lo atormentaba. Había adiestrado a sus adláteres para que siempre lo complacieran y le dieran la razón. Anhelaba torcerle el brazo a la Justicia y domesticarla. Deseaba reformar por segunda vez la Carta Magna para que los súbditos tuviesen Al Rachid hasta el más allá. “Yo no he prometido en absoluto y vengo a dar una escuela para la gente humilde... a dar educación, trabajo, obras, salud”, discurseaba. En secreto, sus seguidores habían encargado un monumento en su honor.
Scheherezade bebió vino y observó el silencio de Shahriyar. “¿Qué pensáis, amado rey?” “Delirios de grandeza, de inmortalidad. Autoritarismo, soberbia. La caída de un megalómano puede abrir un boquete en los sótanos del absurdo. En ese jardín pantagruélico, de la desmesura, todo es posible.