¿Por qué perdemos la cabeza?




¿Por qué perdemos la cabeza?

Entre el 20 y el 30 por 100 de la población mundial presenta algún tipo de trastorno mental a lo largo de la vida. Estos datos incluyen desde trastornos que no son crónicos y cuya gravedad es muy variable, como la ansiedad, hasta males incurables. El abanico de factores que pueden acabar produciendo algún tipo de perturbación en el comportamiento de nuestra mente es tal que incluso parece milagroso que la mayoría de los cerebros humanos funcionen de manera correcta.



Eso convierte la neuropsiquiatría en una disciplina terriblemente fronteriza, que ha de conocer sobre fenómenos que están entre lo fisiológico y lo psicológico y que trata con reacciones tan distintas como una modificación del estado de ánimo, una pérdida de memoria, un brote psicótico o una malformación congénita inhabilitante.



Hace apenas un siglo –en algunas zonas del mundo, ni siquiera tanto– a ese elevado porcentaje de personas aquejadas de enfermedades de la mente se les consideraba víctimas de un mal más espiritual que físico. Poco a poco, la medicina ha ido sentando las bases de una compresión física del mal. Primero fue mediante la búsqueda de peculiaridades anatómicas de los cerebros enfermos; luego rastreando la presencia o ausencia de humores, productos bioquímicos o sustancias del organismo que provocaran el mal. Por último, con el advenimiento de la genética, el empeño escrutador de la medicina se centró en el hallazgo de trazos hereditarios y de genes implicados en la producción o inhibición de síntomas.



Al tiempo que el “loco” pasa a ser considerado un enfermo, las bases del mal se tornan más físicas y menos espirituales.

Pero, ¿en qué fase del proceso nos encontramos? En la actualidad, aunque existen fuertes evidencias a favor de la susceptibilidad genética al trastorno mental, no se ha podido identificar ningún gen causante, por sí sólo, de algún mal concreto. Esto es debido, probablemente, a que los factores ambientales juegan también un importante papel en el desarrollo de la enfermedad.



En cualquier caso, eso no hace desestimar la posibilidad de indagar en las causas genéticas. Recientemente, los investigadores han identificado un gen relacionado con la enfermedad de Huntington, un mal que produce graves alteraciones físicas y mentales. El mal se transmite por lo que se conoce como modelos mendelianos simples; es decir, un hijo puede recibir el gen dominante o recesor que causa el mal transmitido por uno de sus padres.



El problema es que la mayor parte de las enfermedades mentales no responden a este modelo de transmisión. Más bien, en ellas intervienen varios genes que aumentan o disminuyen la susceptibilidad. Cuantos más genes intervienen en el proceso, más difícil es abordar el problema de las bases biológicas de un trastorno y, por ende, de su posible tratamiento farmacogenómico.



Para colmo, en el caso de los males del comportamiento, el ambiente, la educación, la exposición a umbrales de emotividad muy elevados... pueden complicar el asunto al convertirse en detonadores o inhibidores del brote del mal.



Uno de los retos de la reciente neuropsiquiatría es el de afinar las herramientas que se utilizan para desentrañan los factores biológicos que intervienen en las “enfermedades del alma”. En este sentido, el rastreo genético está jugando hoy en día un papel tan crucial como el que desempeñaron los avances en las tecnologías de neuroimagen durante los años 80 y 90. Gracias a los nuevos escáneres, tomógrafos y TACs se pudieron desvelar, no sólo las modificaciones estructurales del cerebro de muchos enfermos, sino cómo afectaban éstas a la función neuronal. Así, fue posible establecer patrones fisiológicos propios de algunas manías, de algunas formas de esquizofrenia, de ciertos modos de síndrome obsesivo-compulsivo o del autismo. La neurobiología fue durante años un terreno fértil para la pura neurofisiología.



Pero los tiempos han cambiado y, sobre todo con el avance en el conocimiento del Genoma Humano, el estudio anatómico ha dejado paso al estudio molecular. Hoy las herramientas más utilizadas para desentrañar el origen de los trastornos de la mente son los diseños de mapas genómicos cada vez más ajustados. Se sabe que, aunque el genoma de todos los seres humanos es en un 99,99 por 100 idéntico, las pequeñas variaciones en esa centésima de punto porcentual son responsables de la gran diversidad individual, de la pluralidad de rasgos físicos y temperamentales y, por supuesto, de la susceptibilidad a padecer síndromes. La predisposición genética a un mal ocurre cuando un gen en partícula “comete un error” al transferir la información para la realización de una instrucción en concreto. Comparando los mapas genéticos de personas mentalmente sanas con aquellos que corresponden a enfermos de esquizofrenia, depresión clínica, trastorno afectivo bipolar o síndrome obsesivo-compulsivo, por ejemplo, los investigadores esperan poder encontrar en un gen pequeñas variaciones que se repitan, sólo, en la población afectada.



El siguiente paso sería diseñar estrategias para reparar ese gen o, más sencillamente, fármacos que inhiban su actuación o que potencien la de otros genes supresores.

Uno de los trucos que se utiliza para este fin es la identificación de familias de individuos en las que hay mayores tasas de enfermedad de las normales. Después se aíslan secciones concretas de su ADN conocidas como marcadores y se estudia de qué manera están éstas presentes en los individuos aquejados de un determinado mal.



El descubrimiento de genes específicamente relacionados con un trastorno mental abre grandes posibilidades para el diagnóstico y la curación de dicho desorden. Por ejemplo, el enfoque genético permite descubrir subcategorías de una misma enfermedad que el médico es incapaz de detectar con la simple práctica clínica y que requieren tratamientos distintos. Incluso es posible realizar rastreos preventivos que permitan al enfermo y a sus familias prepararse médica, emocional y económicamente a los estragos de, por ejemplo, un brote psicótico, antes incluso de que aparezcan los primeros síntomas irreparables.



Pero, mientras el futuro genómico se abre camino, la medicina sigue confiando en los grandes descubrimientos que los neuro-psiquiatras han realizado sobre la anatomía de la mente trastornada. Conociendo como hoy conocemos el funcionamiento normal de las conexiones neuronales y la influencia de la relación sináptica en la aparición de ciertos trastornos, ha sido posible el desarrollo de una farmacopea variada que permite actuar en diferentes fases de la sinapsis y mejora la eficacia terapéutica.



Un ejemplo muy evidente es el de los nuevos antidepresivos. Hay moléculas que intervienen en fase presináptica, como los llamados antidepresivos tricíclicos. Otros intervienen en la célula postsináptica, como los bloqueantes del receptor de dopamina que tienen efectos antipsicóticos. Tanto unos como otros son fruto del empeño científico por conocer las fuentes biológicas de la enfermedad mental. Ambos, igual que todos los tratamientos actuales y venideros, arrojan esperanza para los afectados y habrían sido imposibles de imaginar en un mundo que hubiera seguido considerando a la locura como una mera disfunción del alma.


Seis enfermedades acorraladas por la nueva psiquiatría


De entre el gran abanico de trastornos mentales, algunos se han convertido en caballos de batalla de la psiquiatría moderna. Los recursos científicos de los que disponen los expertos permiten albergar esperanza sobre su futuro control.



DEPRESIÓN

La depresión es la enfermedad del alma por excelencia. Se manifiesta por un sentimiento extremadamente negativo ante el yo y un cúmulo de pensamientos de autocensura. En España, este mal afecta a entre un 2 y un 3 por 100 de la población, lo que supone una tasa bastante más baja que la de otros países de nuestro entorno. Aunque las manifestaciones de trastorno son fundamentalmente psicológicas, la esperanza de la neuropsiquiatría es encontrar de manera definitiva las raíces biológicas de su origen o, al menos, del grado en el que se expresa en cada paciente.



La búsqueda de marcadores biológicos favorecería el hallazgo de tratamientos más eficaces y el diseño de estrategias preventivas. En el caso de las depresiones clínicas, esta búsqueda se centra en el hallazgo de las bases neuroquímicas del mal y en la detección de “desregulaciones” en la función neurotransmisora o neuro-rreceptora de ciertas sustancias.



Una segunda línea de trabajo se dedica a la identificación de bases genéticas del estado de ánimo. En este sentido es de gran valor el hallazgo de la implicación de un gen, el DEP1, en el desarrollo de la enfermedad en más de 400 familias de Utah con historiales de alta incidencia de depresión.



TRASTORNO AFECTIVO BIPOLAR

B ajo el nombre de trastorno afectivo bipolar se agrupa hoy en día al conjunto de síntomas patológicos que antes se conocían como psicosis maníaco-depresiva. Se trata de una enfermedad de origen principalmente endógeno caracterizada por la sucesión de periodos de manía (euforia, irritabilidad, comportamiento temerario) y de depresión en el paciente. En los últimos años, no sólo se ha creado un flujo de atención psiquiátrica a este mal, sino que se ha avanzado considerablemente en el conocimiento de su etiología. La mayoría de los estudios coincide en que ésta es una enfermedad poligenética en la que están implicadas alteraciones en varios cromosomas. También se sabe que existe cierta relación entre algunas lesiones estructurales en la región basotemporal, las estructuras paratalámicas y el lóbulo temporal, y la aparición de síntomas maníacos. Por último es conocida la presencia de alteraciones bioquímicas en los niveles de ciertos neurotransmisores colinérgicos y de aumentos de noradrenalina sináptica entre las personas que padecen este mal.

Todo esto convierte al trastorno bipolar en una enfermedad ideal para ser atacada desde el punto de vista de la neurobiología, al contrario de lo que ocurre con otros desórdenes con componentes ambientales mayores. Sin embargo, se conoce la presencia de factores ambientales que colaboran como detonantes del brote del mal o como moduladores de su sintomatología. En algunos momentos de cambio estacional, los bipolares presentan más riesgo de recaída. Así mismo, un alto grado de tensión emocional o un cambio psicológico repentino (pérdida de trabajo, mudanza...) puede favorecer el surgimiento del mal. La base biológica del trastorno favorece que pueda ser tratado con una batería de fármacos muy variada que va desde los eutimizantes a los antipsicóticos y tienen diferentes grados de eficacia terapéutica.

AUTISMO

Desde hace no mucho tiempo, los neurólogos y los psiquiatras saben que las raíces del autismo son biológicas e incurables. Sin embargo, la ciencia está avanzando a pasos agigantados para lograr que las personas que padezcan este mal puedan llevar una vida adaptada a la conducta social de quienes les rodean. En realidad el autismo no puede considerarse una enfermedad como tal sino más bien una alteración en el desarrollo de las funciones del cerebro.



El hecho de que el autismo sea un trastorno de base biológica no significa que sus causas sean fáciles de identificar. Los investigadores han ido descubriendo algunas peculiaridades genéticas así como la presencia de ciertos virus o características fisiológicas concretas en la estructura neurológica que están directamente relacionadas con el fenómeno.



También se han podido descartar algunas falsedades del pasado como la idea equivocada de que algunas vacunas infantiles propiciaban la aparición del autismo.

Una de las líneas de actuación que más han avanzado en los últimos años es el rastreo de variabilidades genéticas ligadas al trastorno. En concreto se han detectado genes relacionados en los cromosomas 2, 3, 7, 15 y en el cromosoma sexual X. En realidad, los datos apuntan a la existencia de genes que aumentan la susceptibilidad a padecer el mal. En la actualidad no hay cura para el autismo. Las terapias que se utilizan van encaminadas a mejorar la calidad de vida del paciente y a remediar síntomas específicos. Incluyen intervenciones médicas y terapias de modificación de la conducta.



OBSESIVO COMPULSIVO

El trastorno obsesivo-compulsivo es una enfermedad que se manifiesta con la presencia recurrente de ideas intrusivas indeseadas de manera obsesiva y acompañada de comportamientos repetitivos. La edad de comienzo suele estar entre los 13 y los 15 años en varones y los 20 y 24 años en mujeres y se expresa en actitudes fóbicas extremas como deseo de lavarse las manos constantemente, miedo a tocar puertas... El principal problema para el diagnóstico de la enfermedad es que, en sus primeras fases, el paciente no suele ser consciente de que está enfermo. De hecho, como término medio, pasan 17 años desde la aparición del primer síntoma hasta que se toman las primeras medidas terapéuticas con el individuo en cuestión.

Aunque el factor desencadenante suele ser ambiental y no se han detectado genes implicados, sí es posible establecer algunas variables biológicas como ciertas alteraciones en la estructura cerebral y la presencia de marcadores inmunológicos de la infección por estreptococos. Los tratamientos modernos usan inhibidores de la recaptación de serotonina como sustancia farmacológica de elección.



ESTRÉS POSTRAUMÁTICO

A veces, cuando un individuo padece una experiencia traumática como un accidente, una violación, un secuestro, una guerra... corre el riesgo de quedar afectado por un trastorno mental del que se empieza a conocer cada vez más datos: el síndrome de estrés postraumático. El paciente está sometido a una constante repetición del episodio padecido, con una memoria tan vívida y realista que le hace imposible llevar una vida normal. A menudo, va acompañado de la presencia de síntomas somáticos desagradables cuando se pasa por el lugar de los hechos o se percibe una sensación que remeda los acontecimientos o de un fenómeno de evitación de todo aquello que se pueda relacionar con el origen del trauma.

Es evidente que se trata de una enfermedad de origen exógeno y, como tal, la búsqueda de las raíces biológicas de la misma carece de sentido más allá de la mera indagación sobre la vulnerabilidad mayor de unos individuos que de otros. Los tratamientos son muy variados y suelen combinar las estrategias psicoterapéuticas con la farmacología. Entre las primeras, desde 1989 cobró interés la terapia de desensibilización por movimiento ocular, aún muy controvertida. Entre los segundos, destacan los inhibidores de la monoaminoxidasa, los antidepresivos tricíclicos, los inhibidores de la recaptación de serotonina y las benzodiacepinas, aunque éstas han de utilizarse con precaución.



TRASTORNOS ALIMENTICIOS

Del desconcierto y la dramática falta de información con la que hace unas décadas se afrontaban los trastornos de la conducta alimentaria, hemos pasado a un estado científico de conocimiento que permite conocer las bases etiológicas, las consecuencias y las mejores herramientas terapéuticas frente a enfermedades tan devastadoras como la anorexia o la bulimia. Este tipo de trastornos presenta, en parte, un origen biológico dado que el temperamento tiene cierta relación con los genes, aunque sea remota. Algunos tipos de personalidad son más propensos que otros a padecer anorexia, por ejemplo. También se ha descubierto que, una vez el individuo deja de comer, las alteraciones neuroquímicas que se producen en su organismo aceleran el progreso del mal. Pero no cabe duda de que la base fundamental de este grupo de trastornos no es genética ni fisiológica, sino psicológica y, en cierto modo, sociofamiliar. Los últimos avances terapéuticos han mejorado las estrategias de hospitalización, recuperación del peso, medicación antidepresiva, apoyo social y familiar y reinserción en el hábito de comer habitualmente.