el efecto lucifer


http://www.lagranepoca.com/articles/2008/07/15/2172.html

El mundo no está amenazado por las malas personas sino por aquellos que permiten la maldad”

Albert Einstein.

“Es una fuerza muy poderosa. Uno puede llegar a sentir gratitud de que le perdonen la vida después de haber sido sometido a toda clase de tratamientos inhumanos”. Jefrey Lieberman, reconocido psiquiatra de la Universidad de Columbia, en los Estados Unidos, explica el confuso estado mediante el cual un individuo secuestrado termina por desarrollar, en ocasiones, un sentimiento de afecto hacia el secuestrador.


Tal como sucediera con muchos de los rehenes de las FARC tras su liberación, o con el famoso secuestro de Patricia Hearts por parte del “Ejército Simbiótico de Liberación” (del cual terminaría formando parte meses después de ser secuestrada), el conjunto de síntomas psicológicos conocidos como Síndrome de Estocolmo, debe su nombre a un episodio sucedido en la ciudad del mismo nombre, en Suecia, cuando un par de criminales retuvo durante seis días a varios rehenes dentro del banco Kreditbanken.

Tal suceso, desencadenado el 23 de agosto de 1973, conmocionó a la prensa cuando, en el último día de la toma del banco, las cámaras registraron imágenes de una rehén besando a uno de los captores. Mismo asombro causaría el hecho de que, luego del incidente, ninguna de las víctimas del robo se dispusiera a testificar contra los asaltantes, y que incluso, algunas de ellas los defendiera públicamente.

¿Qué factores llevarían a un individuo a congeniar con las mismas personas que lo convierten en víctima? Según la misma Patricia Hearts, una de las más famosas víctimas del Síndrome de Estocolmo, luego de haber sido violada y encerrada en un armario, “se siente que te han humillado y robado tanto tu fuerza de voluntad, y tienes tanto miedo, que llegas a creer cualquier mentira que te dicen tus secuestradores; ni si quiera piensas más en recibir ayuda”.

Según la psicología actual, la explicación más racional para el desarrollo del Síndrome de Estocolmo, se encontraría en que la víctima, temerosa por el riesgo que la situación supone para su integridad física, crearía un sistema de defensa manifestado como obediencia máxima hacia los captores, lo que bajo el desorden mental que supone la presión propia de un episodio violento, terminaría por reestructurar el sistema de valores del individuo de una manera confusa, creyendo, de manera inconsciente, que él y su captor abogan por los mismos ideales.

Pero el Síndrome de Estocolmo no es el único de los desordenes mentales que un individuo común y corriente puede desarrollar bajo estado de presión mental. Conocido como el “La prueba Milgram”, el experimento psicológico desarrollado en 1961 por el científico de igual nombre, conmovió a la comunidad científica por la implicancia de los resultados sobre individuos con facultades mentales completamente estables. A solo un año de la ejecución de Adolf Eichman, teniente coronel y promotor del Holocausto judío durante la Alemania Nazi, Stanley Milgram se preguntaba cómo era posible que personas de carácter normal, y hasta incluso pacífico, se involucraran en genocidios como el acontecido bajo el régimen del Tercer Reich. Con tal idea en mente, Milgram sometió a numerosos individuos sanos a una prueba simple: debían corregir mediante pequeñas descargas eléctricas cada respuesta errónea que un individuo del cuarto contiguo brindara a un test de habilidad mental. Con cada respuesta mala, el voltaje aplicado por el “profesor” debía ser mayor, y los gritos y súplicas del individuo sometido también se incrementaban. Al personaje del estudio (el profesor), se le decía que el test era para probar un nuevo sistema de aprendizaje. El “alumno” tampoco pertenecía al experimento ya que era un actor profesional. Sin embargo, mediante la insistencia del investigador, el “profesor” continuaba las descargas eléctricas, a pesar de poner algunas objeciones a la naturaleza cruenta del experimento. Aunque la mayoría de los cuarenta psicólogos entrevistados predecían que ninguno de los individuos engañados continuaría el experimento a partir de los 150 voltios, las dos terceras partes, ante la insistente voz de “el experimento requiere que continúe”, terminaron aplicando los voltajes máximos posibles al alumno (450 voltios).

El experimento Milgram llevó a la mesa de debate un escalofriante enigma sobre el que muchos estudiosos de la psique humana teorizaban hace tiempo: ¿Puede cualquier persona común desarrollar una personalidad considerada sádica bajo entornos enfermizos? ¿Es la debilidad de espíritu un rasgo compartido por la gran mayoría de los humanos? ¿Sufrían los habitantes de la Alemania Nazi una identificación “forzada” con las ideas del partido totalitario?

Muchos especialistas opinan que, cuando durante la revolución comunista china muchos de los habitantes del viejo imperio se vieron destruyendo monumentos sagrados, matando a los “enemigos del pueblo” o implicándose en horrores como el “canibalismo de Guangxi”, sus personalidades se hallaban distorsionadas a tal punto en que cada estado de ánimo parecía sintonizarse con el impuesto por las directivas del partido. De hecho, este fenómeno psicológico parece haber sido utilizado con éxito por muchas de las dictaduras mundiales a lo largo del siglo pasado, tanto para someter a sus enemigos como para controlar a la mente de la sociedad reformando sus ideales. Esto es lo que probablemente, el Doctor Philip G. Zimbardo denominaría como el “efecto Lucifer” sobre personas tan socialmente estables como un occidental moderno.

Philip Zimbardo, creador de un experimento tan polémico como la prueba de Milgram, propone, sin embargo, que las influencias externas indeseables en nuestro comportamiento pueden ser resistidas mediante actitudes heroicas: “Propongo que cada uno de nosotros tiene la triple posibilidad de: ser pasivo y no hacer nada, volverse malos, o llegar a ser héroes. Yo admiro a los héroes cotidianos como personas normales que hacen cosas extraordinarias”.

De modo que, actuando conforme a principios morales sólidos, y haciendo caso omiso a las fuerzas externas que empujan al individuo a obrar contra su conciencia, solo cabría esperar que la máxima de Confucio “la naturaleza humana es buena y la maldad es esencialmente antinatural” se pusiera en práctica.