Si miras hacia atrás sentirás seguramente que hubo algún momento anterior de tu vida que te hubiera gustado cambiar.
Es posible que algo de lo que dijiste o te dijeron, que hiciste o que dejaste de hacer, tuviera una consecuencia totalmente contraria a la que te hubiera gustado.
Si además ese hecho fue importante, probablemente pienses que de haber sucedido de otra forma tu vida hubiera podido ser diferente.
Si sufriste, si pasaste dolor, también es posible que hubieras dado entonces todo lo que poseías si te hubieran otorgado el poder de parar el tiempo, para así intervenir en él y cambiar lo que sucedió.
Podrías incluso pensar si después de escuchar aquella frase para la que no estabas preparado, y antes de decir la siguiente que trajo la que vino después, ojalá hubieras podido detener el tiempo para saber que decir o que hacer. Si antes de actuar como actuaste hubieras podido detener el tiempo para averiguar de que otra forma podías hacerlo, ¿habrían cambiado las cosas? ¿serían hoy distintas de cómo fueron?
Mi respuesta es NO. En mi opinión, para que las cosas hubieran cambiado en aquel momento, tendrías que poder ser distinto de quiénes eras entonces.
En aquel momento eras quién eras. Tenías una determinada manera de ver el mundo, de interpretar las cosas que sucedían a tu alrededor. Eras lo que eran entonces tus creencias, tus juicios, tus opiniones, tus miedos, tu particular mirada de la realidad, y aunque hubieras podido parar el tiempo nada de lo que eras en aquel momento podía cambiar por lo que tampoco hubieras podido cambiar lo que sucedió.
Deteniendo el tiempo quizá hubieras podido cambiar una frase o una acción concreta, pero sin poder cambiar quién eras en aquel instante la siguiente frase o acción habría nacido de las mismas creencias, juicios, opiniones o miedos que tenías en aquel momento y por tanto nada habrías podido cambiar.
Entonces, ¿cómo cambiar las cosas?
Para cambiar el exterior hay que cambiar el interior.
Tan solo si nos permitimos observarnos y cuestionarnos a nosotros mismos podemos transformar aquello que no que queremos que permanezca en nosotros, y transformando en nuestro interior aquellas creencias, juicios, opiniones o miedos que nos llevaron a equivocarnos en el pasado podremos cambiar no sólo una frase o acción concreta sino todo un comportamiento exterior que en su día falló.
Y que hay mejor que equivocarse, que perder algo o a alguien importante, para preguntarnos, ¿qué tengo yo que ver con lo que me sucede?
Si lo que me va mal siempre tiene una causa exterior a mí, si sólo me reconozco en lo que va bien en mi vida, nunca podré tomar conciencia de lo que me falta. Y sin conciencia de lo que me falta no hay nada que cambiar, todo está bien para mí aunque nada ocupe su lugar.
Entonces, ¿quién soy yo que no me permito equivocarme?
Si no puedo equivocarme tampoco puedo aprender, y quién no aprende no avanza y al no avanzar nada cambia, porque quién no avanza en realidad retrocede.
Quién se permite un proceso interior de cambio vive su propia alquimia y ve en sus errores las mejores lecciones de su vida. Y es porque las ve y porque se las permite a sí mismo por lo que su interior cambia y transforma el exterior.
En ocasiones, la transformación es tan grande que la vida nos regala una segunda oportunidad en aquel lugar del camino en el que un día nos atascamos.
Cuando eso ocurre hemos utilizado el futuro para cambiar el pasado. Ya veis: no hace falta detener el tiempo, basta con saber aprovecharlo.
Y es que para ser quién eres hoy, primero tuviste que ser quién fuiste.