Ideas para el debate

 

Ideas para el debate

Claves para la adaptación saludable a los cambios:

  • Conocimiento de uno mismo
  • Esperanza y optimismo
  • Confianza en uno mismo
  • Entusiasmo y flexibilidad
Las personas de talante optimista y confiado, que tienden a ver las cosas en su aspecto más favorable, se adaptan mejor a los cambios que aquellas personas propensas a juzgar las cosas por el lado desfavorable.
Las personas que tienen una disposición abierta y confiada experimentan más alegrías y más situaciones gratificantes que aquellas que tienen una tendencia a explicar los sucesos de la vida desde un marco negativo, cerrado y desconfiado.
Las personas poseemos una gran fortaleza y resistencia para superar los retos más duros y agotadores. Ante estos cambios más penosos, necesitamos sentir ilusión y todos requerimos promesas de alivio, de descanso y de curación.
El significado que le damos al dolor no es igual en todas las personas. El grado de sufrimiento que resulta insoportable para algunos, puede ser tolerable para otros.
El nivel de tolerancia al estrés y a la frustración depende de las siguientes características:
  • Temperamento individual
  • Apoyo social
  • Capacidad de adaptación
  • Propósito que cada uno asigna a su vida
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La mayoría de las personas superamos los traumas con el tiempo.

La capacidad natural de adaptación hace que el placer o el dolor (que nos produce un cambio repentino, positivo o negativo), por intenso que sea, disminuya con el paso del tiempo.
Para adaptarse saludablemente a los cambios relacionados con el envejecimiento hay que:
  • Adaptarse poco a poco a una perspectiva diferente del tiempo.
  • Aceptar la inalterabilidad de la vida ya vivida.
  • Reconciliarse con los conflictos que no se resolvieron y con errores que no se rectificaron.
  • Mantener relaciones estimulantes con otros mayores y pequeños: participar en la vida de los seres queridos.
  • Adoptar un estilo de vida razonablemente independiente y activo.
Las personas mayores que conservan activos el cuerpo y la mente, que se esfuerzan por aprender cosas nuevas y que se comunican, experimentan una vejez más gratificante.
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Conferencia

Como la trayectoria tortuosa e impredecible que sigue la hoja al caer del árbol, nuestro viaje por el mundo está salpicado de acontecimientos afortunados que nos alegran y de sucesos penosos que nos conmueven.
El estudio de los efectos de los cambios en los seres humanos nos sitúa, por un lado, frente a nuestra fragilidad ante ciertos avatares de la vida. Por otro lado, sin embargo, nos muestra cómo la mayoría de los hombres y las mujeres, mayores y pequeños, se adaptan saludablemente a las vicisitudes que se cruzan en su camino. Quizá no pueda ser de otra forma. No es fácil concebir la supervivencia de una especie tan inteligente y tan habilidosa como la nuestra, sin que la mayor parte de sus miembros supere las adversidades y sienta que vivir merece la pena.
Se me ocurre que, antes de entrar de lleno en el tema de esta conferencia, quizá deberíamos brindar por nuestros antepasados que vivieron hace muchos milenios. Pues la verdad es que gracias a su entusiasmo, a su esperanza, a su tenacidad, a su ingenio y al impresionante desarrollo que impulsaron, podemos decir que nunca hemos vivido tanto ni tan saludablemente como ahora. Además, nadie mejor que ellos personifica el lema de este programa de salud "La vida es cambio. El cambio es vida."
Imagino que, en el momento en que los hombres y las mujeres de un ayer tan lejano adquirieron conciencia de sí mismos y de su entorno, se les iluminó la cara con una enorme sonrisa y saltaron de alegría. El motivo de su incontenible júbilo fue que intuyeron que les había tocado la gran suerte de vivir en un mundo fértil y hospitalario, en el que no sólo podrían alimentarse y subsistir, sino además poner en práctica sus talentos naturales y disfrutar, junto con sus seres queridos, de todo lo bueno que la tierra les ofrecía.
En muchos sentidos, la existencia de nuestros ascendientes antediluvianos no era nada fácil. Tenían que resguardarse constantemente de las fuerzas implacables de la naturaleza y de las embestidas de las fieras hambrientas que les acechaban. Pese a esas dificultades, estoy seguro de que mantenían una admirable inclinación al optimismo, a ver las cosas considerando sus aspectos más positivos y gozaban de un talante esperanzador. La razón es que estos rasgos formaban parte de su instinto de conservación, de su equipaje genético y eran transmitidos de generación a generación.
Y es que, gracias a la inexorable fuerza de selección natural, encargada de favorecer las cualidades físicas y mentales útiles para la conservación de la especie y de descartar las inservibles, nuestros ancestros disponían de unas cuerdas vocales melódicas, de un cuerpo ágil, de robustas mandíbulas dentudas y de manos habilidosas y potentes. Pero además contaban con una actitud optimista hacia sí mismos y sus circunstancias, que les protegía y les ayudaba a luchar sin desmoralizarse contra las agresiones del medio ambiente.
La disposición positiva también les motivaba a hacer realidad sus ilusiones. Por eso, en lugar de contentarse con vivir en cuevas y aguardar pasivamente los efectos del lento proceso evolutivo natural, nuestros inconformistas e ingeniosos predecesores decidieron acelerar el progreso de la humanidad. Beneficios precoces de su resolución incluyen la agricultura y la domesticación de animales, la construcción de las primeras ciudades, el descubrimiento de la escritura y el auge de las ideas, las ciencias y las artes, que componen lo que llamamos civilización.
Con el tiempo, no tardaron en surgir cientos de sabios que cultivaron las raíces de la razón y del conocimiento, y descifraron las leyes del Universo. Simultáneamente, un ejército de geniales inventores se encargó de aplicar las teorías científicas a la práctica. Entre los frutos prodigiosos de su trabajo creativo, se encuentran las vacunas, los antibióticos y demás remedios milagrosos contra epidemias y enfermedades mortíferas, y una lista interminable de aparatos asombrosos, como la imprenta, la luz eléctrica, el motor de explosión, el teléfono, la lavadora, la televisión o Internet. Todos estos avances no sólo sumaron años a la vida del género humano, sino que además añadieron bienestar a los años..
Resulta curioso, sin embargo, que la mayoría de la gente casi nunca reflexione sobre el increíble progreso que ha experimentado nuestra calidad de vida a lo largo de los siglos. De hecho, la idea del poeta de que cualquier tiempo pasado fue mejor, es muy popular. Parece que casi siempre idealizamos el ayer y reivindicamos el "honor" de vivir en los momentos más desafortunados de nuestra historia.
Es obvio que todavía hay pueblos que viven subyugados por las enfermedades, la pobreza, la violencia y las injusticias sociales. Pero no es menos evidente que, hasta hace poco, la muerte merodeaba por todos los hogares del planeta mucho más de lo que hoy rondan la depresión, el cáncer, el divorcio y el desempleo juntos. En mi opinión, no hay nada más responsable de la glorificación y la añoranza del pasado que una mala memoria. Por eso, recomiendo hacer una breve reflexión histórica de vez en cuando
Hecho este brindis de agradecimiento a nuestros antepasados, que con sus esfuerzos y creatividad nos han librado de muchas tormentas y nos han abierto el camino para buscar la felicidad, pasemos a analizar la adaptación de las personas a los cambios.
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Nuestros cambios

Los seres humanos reaccionamos constantemente a las exigencias de nuestro cuerpo y de nuestro entorno. El calor nos hace sudar y el frío tiritar, los embotellamientos de tráfico nos exasperan, los agobios de dinero nos desvelan, los rechazos sentimentales nos entristecen y las enfermedades nos intimidan. También es verdad que existen sucesos estresantes que nos hacen vulnerables a las depresiones, a las enfermedades del corazón, a las infecciones y a los trastornos digestivos. Pero la gran mayoría de los cambios de la vida nos afectan temporalmente. No pocas noches nos vamos preocupados a la cama y nos despertamos alegres al día siguiente..
Tenemos una enorme aptitud para ajustarnos a las circunstancias más inesperadas y recuperarnos de las coyunturas más extremas. Por ejemplo, numerosos estudios sobre los efectos de los diarios bombardeos en Londres por aviones alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, demuestran que los londinenses se organizaban el día a día, mantenían la calma, iban a trabajar e incluso se permitían el buen humor contando chistes durante sus noches en los refugios.
La gama de cambios que nos pueden afectar física y mentalmente es muy diversa. Unos cambios son esperados, como la boda de un hijo que desde hace años mantiene una relación estable de pareja, la mudanza que hemos planeado durante meses, o la muerte de un pariente de 90 años que lleva en coma seis meses a causa de una dolencia terminal. También hay cambios inesperados o imprevistos, como descubrir que la pareja nos engaña, un accidente de coche, o que se nos queme la casa en un incendio. Los cambios repentinos nos cogen totalmente de sorpresa, como un ataque de corazón, un terremoto o la muerte súbita de alguien cercano. Por el contrario, los cambios progresivos evolucionan lentamente, como el envejecimiento natural o el despido de un trabajo en el que llevábamos mucho tiempo teniendo enfrentamientos serios con la jefa. Unos cambios son transitorios o pasajeros, por ejemplo, una fractura de un brazo a consecuencia de una caída, el embarazo, un enfado familiar sin gran importancia, o cuando nuestro equipo favorito pierde un partido. Otros sucesos tienen consecuencias permanentes, como la jubilación, la diabetes o el divorcio. Todos experimentamos contratiempos triviales que no afectan a nuestra vida a largo plazo, como una avería en el televisor que nos impide ver nuestro programa favorito, o el día que se nos estropea una comida y tenemos invitados en casa. Pero también vivimos cambios significativos, de gran importancia, que alteran nuestro estilo de vida, como el nacimiento de un hijo o la muerte de la pareja.
Finalmente, hay experiencias traumáticas, como cuando somos víctimas de un grave desastre natural, de una guerra o sufrimos malos tratos en el hogar. Estas desdichas pueden ser tan abrumadoras que causen lo que en psiquiatría llamamos estrés postraumático. Los síntomas más típicos de este trastorno incluyen los sentimientos de indefensión y de terror, el acoso de la mente por los recuerdos más estremecedores del suceso, las pesadillas, la tensión nerviosa, la depresión y las fobias. Los afligidos por un trauma reaccionan con irritabilidad a provocaciones sin importancia, experimentan dificultad para conciliar el sueño y viven durante mucho tiempo obsesionados con lo que les ha ocurrido.
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Efectos de los cambios

Debemos tener en cuenta que las desgracias no nos afectan a todos de la misma forma. El grado de sufrimiento que resulta insoportable para unos, puede ser tolerable para otros. Además, los efectos psicológicos de una desventura también pueden ser diferentes en una misma persona dependiendo de la edad, de sus circunstancias o de su estado de ánimo.
Entre los sucesos que causan más dolor despunta el fallecimiento de la pareja o de un hijo. Los adultos que pierden a su pareja se sienten, primero, abatidos por la confusión y, después, abrumados por el duelo. Muchos intentan desesperadamente ajustarse a una realidad para la que no existe preparación. El recuerdo desconsolador se transforma en un enorme agujero en el que buscan sin descanso a la persona amada desaparecida que, precisamente por estar ausente, está siempre presente. Cuando muere un hijo el impacto es especialmente incomprensible y demoledor. Todos los padres que pierden un hijo tratan inútilmente de encontrar el significado de lo ocurrido.
Con excepción de casos extremos, la duración de los efectos de estas terribles pérdidas no pasa de dos años. Con todo, no podemos negar que existen personas que quedan marcadas permanentemente y hasta el final de sus días presentan un balance negativo de sus vidas.
Las rupturas de relaciones de pareja importantes son procesos personales duros y angustiantes que, a menudo, dañan la salud física y socavan la estabilidad emocional de los protagonistas. Precisamente, los expertos en salud pública utilizan el índice de divorcios de un país para planificar ciertos servicios sanitarios, pues las personas en trance de romper su matrimonio, comparadas con la población general, sufren más depresión, alcoholismo, hipertensión, infecciones y trastornos digestivos.
No obstante, la mayoría de las parejas que deciden romper porque sus relaciones infelices son incurables, encuentra la luz al final del túnel del divorcio. La ruptura, para esas parejas, se convierte en la única medicina que les va a permitir, algún día, disfrutar de una nueva relación dichosa. Casi todas las personas que se divorcian, pronto sueñan con encontrar una nueva pareja. Muchas -cuatro de cada cinco en Estados Unidos- contraen un nuevo matrimonio antes de que hayan transcurrido tres años. En este sentido, la separación supone un cambio, pero también continuidad, un final y un principio, el derrumbamiento de ideales frustrados y el manantial de nuevas ilusiones.
En cuanto a los cambios relacionados con la salud, resulta curioso que las enfermedades nos turban más de lo que nos alegra la buena salud. Un cuerpo y una mente saludables no son una garantía de felicidad, pero sí nos ayudan a buscarla. La verdad es que siempre han existido personas excepcionales muy sufridas, que ven en el tormento de la enfermedad el peaje de la fortaleza espiritual. Mas lo normal es que el dolor, la incapacidad, la angustia o la dependencia, tanto si somos nosotros los afectados como si se trata de seres queridos, absorban nuestra energía y agoten nuestro entusiasmo para perseguir la dicha.
Los seres humanos poseemos una increíble fortaleza para superar las dolencias más debilitantes. Es de sobra conocida la tendencia de muchos enfermos a aceptar sus limitaciones y a basar su nivel de felicidad en las posibilidades de disfrutar el presente y no en lo que podía haber sido y no es. De hecho, el bienestar subjetivo de enfermos crónicos de diabetes, hipertensión, artritis o asma es muy parecido al de personas sanas. Y no son pocos los que, después de perder facultades físicas y mentales, no sólo recobran su nivel normal de contentamiento, sino que hasta resurgen más maduros y equilibrados.
Parece increíble, pero la mayoría de las víctimas de accidentes de automóvil que sufren una lesión de la médula espinal paralizante e irreversible, dos años más tarde han recuperado el nivel de satisfacción con la vida que tenían antes del siniestro. Un estudio reciente informaba sobre el grado de dicha de un grupo de sesenta niños y niñas que, siendo menores de 14 años, sobrevivieron a quemaduras masivas del 70 por 100 de su cuerpo, y presentaban deformaciones y limitaciones físicas imposibles de corregir. El grado de felicidad que sentían esos pequeños era, dos años después de su accidente, muy similar al de otro grupo de criaturas sin problemas físicos.
Como inciso recordaré que la tendencia a volver a nuestro nivel normal de satisfacción con la vida también se manifiesta después de un cambio positivo. Por ejemplo, los estudios sobre los afortunados que ganan millones en la lotería o las quinielas demuestran que, excepto en el caso de personas muy pobres, la mayoría de los ganadores no se siente más feliz un año después del golpe de buena suerte.
En cuanto a cambios en el trabajo, está demostrado que la pérdida inesperada del empleo supone casi siempre un golpe duro para las personas. El despido suele ser interpretado, por los afectados y la sociedad, como un fracaso. Además del impacto negativo que pueda tener en la seguridad económica de la persona y su familia, el cese involuntario daña la autoestima, la confianza y el sentido de control sobre la propia vida.
La jubilación forzosa constituye una causa de ansiedad y desánimo para aquellos a quienes un empleo representó la fuente principal de gratificación personal y de reconocimiento social durante la mayor parte de sus vidas. Muchos ven la jubilación como el retiro forzoso de la vida. Por eso es tan importante que la sociedad ofrezca alternativas a las personas jubiladas, para que quienes lo deseen tengan la oportunidad de participar en proyectos, ampliar su formación, potenciar sus habilidades y contribuir a causas relevantes.
Un cambio progresivo inevitable es el envejecimiento. Es cierto que el envejecimiento del cuerpo y de los sentidos disminuye poco a poco nuestra libertad de acción, mientras que los órganos internos nos llaman la atención con sus averías, y las limitaciones económicas a menudo restringen la capacidad de tomar decisiones libremente. Pero también es verdad que las connotaciones negativas y los prejuicios sociales que hoy rodean a la vejez no ayudan a adaptarnos a este cambio esperado y progresivo natural. No obstante, cada día más personas mayores convierten el paso de los años en una experiencia de participación, de sabiduría y de dicha.
No olvidemos que lo que de verdad nos perturba no son los cambios relacionados con la edad, sino el significado que le damos al paso de los años.
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Ingredientes de la capacidad de adaptación

Los seres humanos nacemos y nos hacemos. Nuestra capacidad de adaptación tiene tres tipos de ingredientes. Unos son genéticos, otros forman parte de nuestra personalidad y el tercer grupo lo forman las estrategias que podemos aprender.
  1. Los genes

    El componente genético de nuestra capacidad de adaptación se refleja en la constitución que traemos al mundo. Cualquiera que haya observado el temperamento de recién nacidos, habrá podido constatar que no hay dos bebés iguales. Unos son activos, otros muy tranquilos, unos son cautelosos y otros muy expresivos. La constitución de los pequeños depende de los genes que reciben de su padre y de su madre -aunque las vicisitudes del embarazo también pueden influir-. Por eso, los gemelos idénticos o univitelinos, que portan exactamente los mismos genes, son tan parecidos. Se asemejan no sólo en el físico, sino también en sus aficiones, en la predisposición a ciertas enfermedades y en muchos aspectos de su manera de ser. Su parecido es sorprendente aunque hayan crecido desde el nacimiento separados en hogares diferentes.
    De todas formas, se calcula que los factores genéticos controlan sólo un 30 por 100 de la capacidad de adaptación de las personas. Lo que quiere decir que la mayor parte depende de lo que nos pasa después de nacer. En el fondo, nuestra verdadera herencia es la propia capacidad para hacernos a nosotros mismos, no como esclavos de un destino labrado en el ADN, sino como sus forjadores.
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  2. La personalidad

    Nuestra capacidad de adaptación está relacionada con la gran plasticidad o capacidad para transformarse que tiene el cerebro humano, que a fin de cuentas es donde se cuecen nuestros pensamientos, nuestras emociones, nuestras actitudes y nuestro carácter o personalidad. Desde que nacemos hasta que maduramos, el tamaño del cerebro se cuadriplica. Los genes dirigen el proceso de desarrollo del cerebro hasta que venimos al mundo, pero, una vez nacidos, la influencia del medio predomina en la formación de los circuitos y entramados de neuronas que configuran nuestra materia gris.
    La formación saludable de la personalidad requiere la satisfacción de ciertas necesidades esenciales durante la infancia: alimento, seguridad, calor humano y estímulo por parte de adultos estables y afectuosos. Un entorno familiar protector, cariñoso y estimulante, nutre muchos de los ingredientes que nos van a ayudar a superar las vicisitudes de la vida, incluyendo la confianza, la autoestima, el optimismo, la sensación de control del entorno y el sentido de pertenencia a un grupo. Por el contrario, bajo condiciones perjudiciales de abandono, inseguridad, privación y carencia de afecto, las criaturas tienden a adoptar un talante desconfiado, dubitativo, pesimista y temeroso, que les va a dificultar la adaptación. No cabe duda de que, desde el momento de nacer, los estímulos saludables y nocivos del ambiente y los cambios, moldean nuestras vidas.
    A continuación describiré los ingredientes de la personalidad o manera de ser que favorecen la capacidad de adaptación a los cambios y nos protegen de los efectos perjudiciales de los infortunios.
    • Autoestima. Tener una buena opinión de uno mismo es un elemento muy importante. La autoestima más beneficiosa es la que está basada en la aceptación genuina de nuestras capacidades y limitaciones, en el goce de logros legítimos, en la ilusión enfocada hacia objetivos distantes pero alcanzables. Una plegaria antigua describe muy bien este don como "la gracia para aceptar con serenidad las cosas que no podemos cambiar, el valor para cambiar las cosas que podemos cambiar y la sabiduría para distinguir las unas de las otras".
    • Control sobre nuestra vida. Otro ingrediente esencial de nuestra manera de ser, que nos ayuda a superar las adversidades, es la sensación de que controlamos nuestra vida. Cuando pensamos que dirigimos nuestro destino, mandamos sobre nuestras decisiones y nuestro tiempo, o elegimos los derroteros que van a marcar nuestro paso por el mundo, nos sentimos más confiados y esperanzados a la hora de adaptarnos a un cambio o superar un infortunio. Las personas que se sienten más en control suelen hacer frente a la vida con ilusión y confianza, están inclinadas a decir "¡sí!" a los nuevos retos que se les presentan y viven un mayor número de situaciones gratificantes, que las personas que no sienten que controlan sus destinos.
    • Talante comunicativo. Una personalidad sociable y extrovertida también nos protege de los efectos perniciosos de algunos cambios. El motivo es que, cuando nos sentimos atemorizados ante una adversidad, nos ayuda conectarnos con otras personas y recibir apoyo emocional.
    • Disposición optimista. El optimismo modela positivamente nuestras percepciones y explicaciones. Los hombres y las mujeres de talante optimista, en general se adaptan mejor a los cambios que los propensos a juzgar las cosas por el lado desfavorable.
      El viejo proverbio dice que "nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira". Las perspectivas optimista y pesimista se suelen contrastar con la prueba de la botella de agua. Esta prueba consiste en mostrar una botella llena de agua hasta la mitad a personas sedientas. Mientras que las optimistas se alegran al ver la botella medio llena, las pesimistas se inquietan porque ven la botella medio vacía. Optimistas y pesimistas ven la misma botella, pero interpretan lo que ven de formas muy diferentes.
      Los individuos que utilizan el estilo optimista para explicar las cosas, cuando son golpeados por alguna adversidad, tienden a pensar que se trata de un inconveniente pasajero, que su impacto afecta a una faceta concreta y limitada de su vida, y que no es culpa de ellos sino una consecuencia de las circunstancias o de la mala suerte. Por el contrario, ante las situaciones dichosas, los optimistas son propensos a creer que la buena fortuna perdura, que sus efectos beneficiosos se extienden a todas las facetas de su vida y que la causa de su buenaventura radica en ellos mismos.
      Los pesimistas explican las cosas de la forma opuesta. Tienden a considerar los infortunios como hechos permanentes, piensan que su impacto es general y que la culpa es primordialmente suya. Ante las buenas noticias, sin embargo, tienden a considerarlas pasajeras, excepciones o fruto de las circunstancias y piensan que ellos no han contribuido a producirlas.
      Por ejemplo, examinemos la forma como María explica una discusión que tuvo con Juan, su marido, después de que él llegara malhumorado a casa del trabajo: "algo le ha debido de ocurrir a Juan en la oficina para que esté hoy de tan mal humor". Esta explicación es optimista, porque limita el problema a una circunstancia concreta. Por el contrario, las explicaciones pesimistas tienden a generalizar: "Juan es persona de mal carácter y nunca va a cambiar".
      Cuanto más optimista es la persona, más utiliza explicaciones que limitan o encapsulan el impacto de las desgracias, de forma que no interfieran con otras parcelas de sus vidas. Por ejemplo, después de escuchar esta conferencia y no haberle gustado, el asistente optimista limita su conclusión a "esta charla del doctor Rojas Marcos ha sido aburrida", mientras que el asistente pesimista generaliza su explicación y concluye: "las conferencias no sirven para nada".
      La explicación optimista también se caracteriza por no sobrecargar de responsabilidad o de culpa a la persona. Por ejemplo, el joven universitario que se explica el suspenso en un examen pensando "verdaderamente no estudié lo suficiente en las últimas semanas", es más optimista que el que interpreta su fracaso escolar diciéndose "soy incapaz, no sirvo para nada, nunca llegaré a ningún sitio".
      Ante los hechos afortunados, la explicación optimista tiende a generalizar y la pesimista, a limitar sus causas y efectos. Por ejemplo, después de ser informado por el jefe de que va a recibir un aumento de sueldo por su buen trabajo, el empleado optimista se dice: "no me extraña la decisión, pues soy una persona muy competente y creativa". Por el contrario, la reflexión del empleado pesimista es: "no sé lo que habrá visto en mí, pero en esta ocasión he tenido buena suerte". Igualmente, es más optimista el enamorado correspondido que opina "comprendo que esté prendada de mí, soy atractivo, romántico, listo y tengo mucho que ofrecer", que quien se explica su dicha amorosa como "menudo golpe de suerte, espero que tarde lo más posible en conocerme de verdad".
    • Visión esperanzadora del futuro. Muchos hombres y mujeres que soportan enormes privaciones y sufrimientos se mantienen animados gracias a la confianza en que se hará realidad lo que desean. La perspectiva esperanzada del futuro modera nuestras ansiedades, amortigua nuestros desengaños y hace más llevaderas las cargas que nos impone la vida. De hecho, la esperanza es el remedio más eficaz para aliviar los efectos de los cambios más debilitantes y penosos. Me imagino que, por eso, según el mito, la esperanza surgió de la caja de Pandora junto con los males que Zeus había guardado en ella para castigar a los mortales por los conocimientos que Prometeo les había dado.
      Por una parte, la esperanza configura una perspectiva positiva del futuro en general, que nos ayuda a mantenernos seguros y confiados. Por otra parte, la esperanza se refleja en las ilusiones que las personas albergan cuando se plantean conseguir superar obstáculos concretos, desde dificultades económicas hasta mejorar una relación que no va bien. En este sentido, la esperanza nos motiva a concentrar nuestros esfuerzos y a hacer planes concretos para alcanzar las metas que nos fijamos.
    • Valoración positiva del pasado. La conciencia de quiénes somos, de nuestra autobiografía, se forma, en su mayor parte, de recuerdos. Las reminiscencias del ayer modelan nuestra definición de quienes somos hoy. Muchas personas tienden a guardar y a evocar preferentemente los buenos recuerdos, los éxitos del pasado, las relaciones enriquecedoras, las experiencias gratificantes. Estas memorias, a su vez, favorecen su confianza en el presente y en el futuro. Una valoración positiva de los desafíos pasados estimula la voluntad que nos empuja a conseguir objetivos que deseamos, y fomenta pensamientos alentadores como "yo puedo", "lo intentaré", "estoy preparado para hacerlo" o "tengo todo lo que necesito para lograrlo".
      La valoración positiva del pasado aporta un beneficio especial a las personas mayores, para quienes el futuro se contrae y el pasado se revaloriza. Con el transcurrir de los años, es importante poder repasar con benevolencia el ayer, aceptar la inalterabilidad de la vida ya vivida y reconciliarse con los conflictos que no se resolvieron o los errores que no se rectificaron.
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  3. Lo que podemos aprender

    Aprender a mejorar nuestra aptitud para superar con éxito las adversidades, es posible gracias a la educabilidad o maleabilidad natural que poseemos los seres humanos. Esta cualidad nos permite fomentar emociones, actitudes y conductas, así como aplicar fórmulas que nos faciliten la adaptación saludable a los cambios. Como dice el refrán, "más vale la práctica que la gramática". A continuación menciono las estrategias que he encontrado de mayor utilidad.
    • Conocernos a nosotros mismos. Resulta obvio que, cuanto mejor nos conocemos, más fácil nos resulta identificar correctamente los cambios que nos impactan y que nos plantean mayor dificultad a la hora de superarlos. El conocimiento de quiénes somos, de nuestras virtudes y limitaciones, también nos ayuda a reconocer los rasgos de nuestra personalidad que nos conviene cultivar para mejorar nuestra capacidad de adaptación. Además, el conocimiento personal nos ayuda a aprender de las experiencias pasadas y a adquirir una visión razonable de nuestras posibilidades.
    • Estar informados. Tanto si se trata de una enfermedad como de un desastre natural, lo que nos imaginamos casi siempre es peor que la realidad. Enterarnos de qué es lo que nos está pasando y cuál es la mejor forma de responder a la situación, puede resultarnos doloroso, pero nos ayuda a mantener los pies sobre la tierra. Por ejemplo, en mi experiencia, el peor enemigo de muchos enfermos graves no es tanto la amenaza de muerte como sus temores imaginarios, y el silencio y disimulo de las personas que les rodean. La información equilibrada que separa los hechos de las especulaciones es la más beneficiosa. Paralelamente, la comunicación franca y esperanzadora del médico evoca seguridad, aliento y cooperación con el tratamiento en el paciente.
      En general, los peores sufrimientos se hacen más llevaderos si contamos con la perspectiva que da conocer sus causas y sus efectos, y con el consuelo que suscita compartir nuestra situación con seres queridos. También nos alivia saber que, a menudo, cuando nos sentimos abrumados por una adversidad, nuestras emociones, aunque nos parezcan aberrantes, no son más que la reacción normal ante una situación anormal.
    • Formular una explicación optimista. Estar bien informados no quiere decir enfocar los inconvenientes de los cambios, sino todo lo contrario. Como ya he descrito al hablar del optimismo, nuestro estilo de explicar las cosas que nos suceden influye sobre nuestro estado de ánimo y nuestra habilidad para adaptarnos a las nuevas circunstancias. Todos podemos aprender a interpretar los avatares de la vida sin exagerar o generalizar sus causas y efectos, y sin llegar a conclusiones globales que no nos dejen ninguna salida. Y no olvidemos que la máxima optimista más antigua es el hecho comprobado de que, ante las adversidades, casi siempre podemos concluir con aquello de "no hay mal que por bien no venga".
    • Comparar la nuestra situación a la baja. Otra estrategia que nos ayuda a superar adversidades es la comparación. Cuando nos sentimos amenazados o agredidos, es bueno compararnos con personas o situaciones que están en peores condiciones que nosotros. Después de un desastre natural, muchos damnificados se sienten afortunados si se comparan con otros que han sufrido daños mayores. Expresiones como "podía haber sido mucho peor" o "por lo menos no soy el único" nos ayudan a soportar la angustia que producen los accidentes inesperados.
    • Hablar y buscar apoyo. Gracias al lenguaje ningún ser humano es una isla. A través del habla podemos compartir ilusiones y liberarnos de los temores y angustias que perturban nuestro equilibrio emocional. Conversar sobre lo que nos ocurre y expresar lo que sentimos en un ambiente comprensivo y seguro, pese a que remueva los recuerdos desagradables y produzca ansiedad y tristeza, permite que un cambio doloroso pueda incorporarse al resto de nuestra biografía. Por estas razones, es aconsejable, cuando nos sintamos preparados, compartir la experiencia con nuestros seres queridos y personas de nuestra confianza. Narrar verbalmente o por escrito lo que nos pasa y lo que sentimos, es una forma saludable de organizar los pensamientos, de quitarles intensidad emocional y de aplacar la tensión nerviosa y el propio miedo.
    • Alimentar la esperanza. Se dice que la esperanza es el pan del alma. Ante los cambios más penosos, todos necesitamos promesas de alivio. Unas veces estas ofertas de consuelo provienen de nuestros seres queridos; otras, de compasivos expertos del dolor que nos aqueja; pero no pocas veces, la esperanza procede de la esfera espiritual de nuestro mundo interior, de nuestras voces internas.
      Las creencias religiosas ayudan a mucha gente a tolerar mejor los cambios permanentes, como la muerte de un ser querido. A menudo, la religión conecta a la persona a una comunidad comprensiva y benevolente, fomenta la aceptación de los contratiempos, ofrece un foco de luz más allá de uno mismo y presenta una perspectiva más aceptable de las tragedias de la existencia. No obstante, nuestra espiritualidad no tiene necesariamente que incluir dogmas religiosos, ni siquiera los conceptos de alma inmortal o de otra vida. La espiritualidad es un sentimiento gratificador de conexión emocional profunda y sosegada con algo que se encuentra fuera de nosotros. Este algo puede también pertenecer al mundo de lo humano, puede ser una causa, como la solidaridad, la paz o la bondad, o puede ser el resultado de una sintonización especial con la naturaleza o incluso con el mismo universo. No pocos que sufren grandes desgracias se animan al extraer esperanza de la brisa del mar, del aroma del bosque o de la inmensidad de la montaña.
    • Restaurar la rutina diaria, los pequeños placeres y el humor. Una fórmula que nos ayuda a adaptarnos a los cambios importantes es continuar con nuestros hábitos y costumbres dentro de lo posible. Los placeres sencillos también nos protegen de la ansiedad que provocan las contrariedades. Por ejemplo, reunirnos con amigos, cocinar, dar un paseo por el parque, salir de compras -aunque no compremos nada-, arreglar cosas de la casa, cuidar del jardín, leer un libro o escuchar una música grata. En palabras del poeta libanés Khalil Gibran, "en el rocío de las cosas pequeñas, el corazón encuentra su alborada y se refresca". Por otra parte, todas las experiencias placenteras, por intensas que sean, casi siempre son fugaces. Por eso, como dice el psicólogo David Myers, "si disfrutamos subiendo, la satisfacción durará más si vamos por las escaleras que si usamos el ascensor".
      Y no olvidemos el poder protector del sentido del humor. Su función primordial es aliviarnos la tensión emocional y descargar la inseguridad. Incluso el humor negro es saludable. Actúa de purgante psicológico que nos libera de obsesiones destructivas. La gran virtud del humor es que nos alegra la vida y, posiblemente, también la prolonga.
    • Salir y hacer ejercicio. Salir de casa y hacer ejercicio a poder ser con otras personas, disminuye el estrés y nos revitaliza. La evidencia de los beneficios de la actividad física cuando nos enfrentamos a los cambios es tan convincente que, en mi opinión, todos deberíamos apuntarnos al "movimiento del movimiento". Tan sólo veinte minutos de actividad moderada a lo largo del día, son suficientes.
    • Mantener activa la mente y la sociabilidad. Para mantenernos en forma es importante ejercitar diariamente las facultades del alma: la memoria, el entendimiento y la voluntad, así como nuestra capacidad para relacionarnos con los demás. Una receta que recomiendo es la de Simone de Beauvoir: "fijarnos metas que den significado a nuestra existencia, dedicarnos a personas, grupos o causas; sumergirnos en el trabajo social, político, intelectual o artístico, participar en la vida de los demás a través del amor, de la amistad o de la compasión".
    • Aprovechar los recursos de la ciencia. Finalmente, no debemos olvidar los beneficios del progreso y aprovecharnos de los recursos que nos ofrece la ciencia para facilitar nuestra adaptación a los cambios y superar momentos de dificultad. La gran mayoría de los avances tecnológicos, desde el teléfono hasta Internet, pasando por el automóvil, la televisión, el lavaplatos o el aire acondicionado, hacen nuestra existencia más llevadera, facilitan el bienestar y amplían nuestras opciones para experimentar momentos dichosos.
      Hoy también tenemos a nuestro alcance la medicina de la calidad de vida. Se trata de una medicina que ha cruzado la frontera de las enfermedades para ayudarnos a hacer más llevadera nuestra ineludible caducidad. Contamos con técnicas cosméticas y remedios eficaces que retrasan las arrugas de la cara, estimulan una visión más alegre del mundo a los melancólicos, inducen el sueño a los desvelados, alivian la timidez, devuelven a los calvos el cabello y restauran el vigor sexual a muchos hombres impotentes. Es verdad que estos frutos de la ciencia no nos dan la felicidad, pero sí pueden facilitarnos el camino para buscarla.
    • Voluntariar. Las labores voluntarias son un medio para mantenernos activos física y mentalmente, y para convivir y disfrutar de relaciones afectuosas. Y está demostrado que la buena convivencia constituye un antídoto eficaz contra los efectos nocivos de muchas calamidades. Las personas que se sienten parte de un grupo solidario -bien sea una pareja, la familia, las amistades o una organización cuyos miembros se identifican y apoyan mutuamente- expresan un nivel de satisfacción con la vida más alto y superan las adversidades mucho mejor que quienes se encuentran aislados o carecen de una red social de soporte emocional.
      Prestarnos desinteresadamente a ayudar a los demás estimula en nosotros la autoestima, induce el sentido de la propia competencia y nos recompensa con el placer de contribuir a la dicha de nuestros semejantes. Las personas que se consideran socialmente útiles o sienten que tienen un impacto positivo en la vida de otros, sufren menos de ansiedad, duermen mejor, abusan menos del alcohol o las drogas y persisten con más tesón ante los reveses cotidianos, que quienes se sienten inútiles o ineficaces.
    • Diversificar las parcelas de felicidad. Diversificar y compartimentar las parcelas de las que extraemos nuestra felicidad nos protege de los efectos de los cambios negativos. Por ejemplo, la satisfacción que sentimos con la labor que hacemos en el hogar familiar, amortigua el golpe de un fracaso en el trabajo. La ruptura de una relación importante es menos devastadora si la persona siente que tiene buenos amigos. Una ocupación gratificante puede tener una influencia muy positiva y alimentar la autoestima en una mujer que está en proceso de divorciarse. En mi opinión, lo mismo que los inversores no colocan todo su capital en un sólo negocio, no debemos esperar alcanzar toda la felicidad siguiendo un solo camino.
 

Conclusión

Desde los orígenes de la humanidad, los hombres y las mujeres hemos buscado sin descanso la felicidad. Aprender a vivir contentos y a sacarle a la vida lo mejor que ofrece es, con seguridad, una inversión rentable. Lo bueno es que todos podemos fomentar los rasgos positivos de la personalidad y aprender hábitos eficaces que nos ayuden a superar saludablemente las adversidades de la vida. No obstante, esta tarea exige esfuerzo y tenacidad. Requiere conocimiento de nosotros mismos, una dosis generosa de entusiasmo y flexibilidad, así como la aplicación de estrategias optimistas y la práctica cotidiana de nuestras facultades físicas, mentales y sociales.
Para renovarnos y mantener la vitalidad no tenemos más remedio que vivir con las alas del aprendizaje, de la laboriosidad y del movimiento, pues todo en nuestro Universo está en constante transformación. Como ya nos advirtió el filósofo griego Heráclito hace unos 2.500 años, "no podemos pisar dos veces en el mismo río, porque las aguas fluyen sin cesar".

Referencias

Beauvoir, Simone de: La vieillesse , París, Éditions Gallimard, 1970. Trad. espanyola: La vejez, Barcelona, EDHASA, 1989.
Gibran, Khalil: El profeta (1923), Madrid, Biblioteca Edaf, 1991.
Myers, David: The pursuit of happiness , Nova York, Avon Books, 1992.
Rojas Marcos, Luis: Aprendre a viure , Barcelona, Fundació "la Caixa", 1999.
Rojas Marcos, Luis: Nuestra felicidad , Madrid, Espasa Calpe, 2000.
Rojas Marcos, Luis: Nuestra incierta vida normal , Madrid, Aguilar, 2004.
Seligman, Martin: Learned optimism , Nova York, Random House, 1991