Los zapatos del otro me aprietan
Por Javier Bustamante, colaborador del Ámbito María Corral. Barcelona,
“¡Ponte en mis zapatos!”. Es muy común esta frase y ayuda a uno a trasladarse a la situación de la persona que lo pide. Las relaciones humanas demandan mucho ejercicio de salir de uno mismo para acercarse a la posición de la persona con la que se interactúa y así entender las razones de sus actos.

Siendo realistas, es complicado, si no imposible, ponerse exactamente en la situación del otro. O pedirle al otro que se sitúe en el lugar de uno. Cada persona es única no sólo biológicamente, sino biográfica y ontológicamente. Sólo yo puedo llegar a conocer –y con esfuerzo y muchos años- mi condición existencial. Este conocimiento propio, sí que puede acercarme a reflexionar que, si a mí me pasan ciertas cosas, tal vez a las demás personas también les suceden, aunque de manera personal e intransferible.

Ponerse en el lugar del otro es difícil, como decíamos, sin embargo, acercarse al costado del otro, no lo es tanto. Implica desplazarse desde el propio sitio e intentar mirar desde dónde mira y hacia dónde mira el otro.

Pero no descartemos lo de ponerse los zapatos del otro. Es un buen ejercicio, si bien no para saber qué piensa y siente el otro, sí para darnos cuenta de que somos diferentes. Sus zapatos nos apretarán o nos quedarán largos y anchos, o, simplemente, tendrán otra horma o el desgaste de las suelas nos hará caminar incómodos. Este ejercicio físico, trasladado al plano de situación vital nos puede ayudar a entender un poco al otro.

Propongo otro ejercicio físico relacionado con el calzado: quitarnos los zapatos. Sí, probar andar a ras de suelo, sin necesidad de intercambiar calzado. Este ejercicio quizás nos puede acercar más a unos y otros. La descalcez está hermanada con la humildad. La palabra humildad, así como humanidad, tienen en su etimología la partícula humus, que quiere decir tierra. Justamente la descalcez implica tocar la tierra. En otras palabras, ser humilde. Humanizarse.

Sobre esta suela común que es la tierra, sí que podemos estar en el mismo plano de convivencia. Habremos bajado ese gran peldaño que son las suelas de los zapatos. Desnudos los pies podremos captar mejor los cambios de clima, la rugosidad o suavidad de la tierra, incluso podemos sentir los pies del otro.

Trasladada esta descalcez a las relaciones entre personas, podemos ver que tiene como frutos un mirarse tú a tú sin diferencias exteriores. Cuando uno se “descalza” entonces obtiene su propia altura, no la que nos da los zapatos. Y, si cada quien tiene su propia estatura, entonces todos por igual tenemos la “misma” estatura: la real de cada uno.

Todos de la misma estatura, sin el corsé que representan los zapatos y que nos aísla de la realidad, ya no necesitamos ponernos en los zapatos del otro. Encontraremos que hay más claridad en el trato humano, porque al ir descalzo uno va con más cuidado de no lastimarse ni de lastimar a otros. Uno sabe cuándo hace frío o calor, cuando se pisa por terrenos resbalosos o cortantes.

Esta descalcez en el trato humano nos puede ayudar a reconocer la fragilidad de las relaciones, la facilidad con que se pueden lastimar. Una de las definiciones de humildad es “andar en verdad”. No es gratuito que se refiera al “andar”, ya que el ser humilde se reconoce en la manera de andar por la vida. Y la descalcez aporta justamente una manera de andar, la cual podemos resumir en: andar con cuidado para no hacernos ni hacer daño, pero también con la experiencia de reconocer las diferencias del terreno por haberlo pisado antes. Cuidado y saber estar. Cuidado hacia uno y hacia los demás. Saber estar en la situación vital de uno y del otro aunque él, por su propio “calzado” no pueda reconocerla.



© T. Hawk


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