el magnate estadounidense Howard Hughes padecía un mal que sufren una de cada 20 personas:


El magnate estadounidense Howard Hughes padecía un mal que sufren una de cada 20 personas: el trastorno obsesivo-compulsivo. De él se cuenta que repetía sin parar las mismas frases a sus subordinados aunque las hubieran entendido a la primera y verificaba hasta diez veces que la puerta estuviera cerrada, que hubiera línea en el teléfono y que su traje estuviera bien planchado. Pero lo que más le hacía sufrir era el miedo a los gérmenes: a menudo se recluía agobiado por la ansiedad y obligaba a sus ayudantes a lavarse las manos una y otra vez y a usar guantes para manipular documentos que después él iba a tocar.

El trastorno obsesivo-compulsivo es, como otros problemas mentales, cuestión de grado. A todos nos invaden pensamientos extraños que no logramos rechazar o mostramos comportamientos compulsivos. ¿Quién no ha vuelto a casa para comprobar si se ha dejado un grifo abierto? ¿Quién no se ha puesto a ordenar algo frenéticamente? ¿Quién no ha sentido un miedo irracional incontrolable?

Cuando no estamos a gusto nos detenemos continuamente en pensamientos destructivos o en comprobar cuestiones triviales. La diferencia es que Hugues vivía estas situaciones cada vez más intensamente y nunca intentó acabar con ellas. Decía que se había acostumbrado a sufrir y no encontraba tiempo para subsanar lo que él reconocía como el problema más importante de su vida.

Según el Ministerio de Sanidad y Consumo, los trastornos mentales constituyen la causa más frecuente de enfermedad en Europa, por delante de los problemas cardiovasculares y del cáncer. Un 15% de la población padecerá alguno a lo largo de su vida. A nivel mundial, según el informe de la OMS en 2007, 1.000 millones de personas sufren trastornos psicológicos. La importancia de la estabilidad psicológica en nuestra vida es obvia, sin embar go, muchas personas dicen lo mismo que Hugues: que no tienen tiempo para ocuparse de ello.

Uno de los objetivos de esta serie sobre Salud Mental es ayudar a solucionar ese problema de la falta de tiempo. Mes a mes, ofrecerá información suficiente para realizar un chequeo de su estado psicológico y poner en práctica unos primeros auxilios en caso de que detecte señales de alarma.

La otra razón fundamental es actualizar la información. El número y el tipo de trastornos, así como el concepto de salud psíquica, cambian con el tiempo. Por ejemplo, el 9 de diciembre de 1973, la homosexualidad era una enfermedad mental. A partir del 10 de diciembre, la APA (American Psychiatric Association) dejó de considerarla como tal y fue eliminada del DSM, el manual de diagnóstico más usado entonces. Hoy ser gay no puede ser etiquetado científicamente como problema psicológico. El paso de una sociedad más comunitaria hacia una cultura más individualista está acabando con ciertos problemas mentales y creando otros nuevos. Por eso hemos de incorporar datos del siglo XXI, nuevos trastornos (síndrome de la falta de diagnóstico, enfermedad de Morgellons, tecnoestrés...), enfoques alternativos para problemas viejos...

¿Pero qué significa estar mal psicológicamente? En los años cuarenta, el Secretario de Defensa de EE UU empezó a decir a todo el mundo que se sentía espiado y que le seguían por la calle agentes secretos israelíes. Fue internado en un psiquiátrico y se suicidó saltando al vacío. Después se descubrió que, efectivamente, el Mossad andaba tras él –como dice Woody Allen, incluso los paranoicos tienen enemigos–, pero fue considerado un trastornado.

Este caso demuestra que la definición de trastorno mental no es sencilla. Por una parte, sabemos que los problemas mentales existen porque a veces sufrimos por los nuestros propios y otras veces por los de quienes nos rodean. Por otra parte, casos como el cita do demuestran que el diagnóstico es complicado. Gerald Caplan, psiquiatra y profesor en Harvard, recuerda que históricamente para etiquetar un problema como trastorno mental se suele usar una conjunción de factores. Primero, el sujeto afectado tiene que tener percepciones anormales o atípicas. Además, sus emociones, pensamientos o conductas deben considerarse injustificables y desproporcionadas respecto a su situación objetiva. Por último, su conducta tiene que resultar perturbadora para la sociedad.

Antes, para diagnosticar una personalidad delirante –el estereotipo es el que se cree Napoleón– se usaba el primer criterio: las percepciones anormales. Pero muchos delirios se refieren a religión, moral o fenómenos paranormales, temas en los que no es fácil usar parámetros objetivos, por eso los profesionales de la salud mental buscan otros factores que ayuden a decidir cuándo están ante una idea delirante. Por ejemplo, la incorregibilidad: los delirantes son especialmente rígidos en su idea; cualquiera que sea la evidencia en contra, el delirio permanece firme. El problema es que hay seres humanos que persisten en ideas y conductas irracionales u objetivamente peligrosas para la salud –fumar, drogarse–, pero no por eso pueden ser llamados delirantes.

Otra característica de los delirantes es la tendencia a la preocupación: están continuamente rumiando sus delirios. Pero este rasgo no sirve para todos los casos. Algunos estudios sugieren que sólo sirve para adjetivar a los delirantes que acaban siendo internados en hospitales psiquiátricos. Los individuos con delirios aceptados socialmente no están allí: los encontramos en partidos políticos, religiones, empresas... Este rasgo no define un trastorno a no ser que vaya acompañado de los otros dos.

El segundo criterio, la desproporción de la reacción, es también difícil de atrapar. ¿Cuándo es desmedida una reacción? Aunque las emociones son parecidas en todos los seres humanos, cada cultura nos dicta cómo debemos manifestarlas, con qué intensidad, ante cuánta gente... En determinadas sociedades, una expresión melodramática de emociones se considera falsa o egoísta y las personas que muestran sus sentimientos de forma contundente son vistas como perturbadas. En cambio en otras culturas las emociones tienen que expresarse con fuerza para que los demás las vean; el silencio se percibe como algo extraño e insano. Por eso sería injusto clasificar como trastornada a una persona sólo por la forma de manifestarse.

Y eso nos lleva al tercer criterio: que el comportamiento resulte inadaptado. Algunos autores hablan de falta de normatividad. El hombre normativo es capaz de usar nuevas normas en función de sus requerimientos externos e internos. La persona que no sabe adaptarse, que está limitada por criterios rígidos, tiene problemas. Pero ese baremo también es discutible: ¿la sumisión a las reglas socia les indica salud mental? ¿Están más trastornados los rebeldes que los conformistas?

Por todo esto, hoy usamos otro criterio: el sufrimiento. Si alguien se siente mal y reúne alguno de los rasgos citados –percepciones extrañas, reacciones desproporcionadas o falta de adaptación al medio– tiene un problema de salud mental. En eso se basará esta serie, que no irá enfocada como un catálogo de diagnós ticos de enfermedades. En el siglo XXI, se mira más a la prevención y al forta lecimiento de las estrategias de afronta miento de las personas, un enfoque positivo que busca aumentar la salud en vez de aminorar la enfermedad. Tratará de conceptos como la resiliencia –capacidad de sobrepo nerse a tragedias o periodos de dolor emocional– y nos alejaremos del estigma que sufren los tratornos psicológicos para centrarnos en su buena canalización.
fuente:vida sana