El Misterio y las obsesiones de Disney



El Misterio y las obsesiones de Disney

No tengo ninguna prueba de lo que he de escribir en este artículo. Tal vez apueste por la especulación, la fantasía o simplemente asaltado por el ocio me dedique a deshacer el ovillo para encontrar el núcleo de un asunto asaz misterioso, enigmático y de patético alcance. Sin embargo, el vacío se cierne con pesada lentitud sobre un icono de la industria del entretenimiento de los Estados Unidos: Walt Disney.

La historia oficial de este personaje dice que nació en la ciudad de Chicago, el 5 de diciembre de 1901 y falleció en Los Ángeles el 15 de diciembre de 1966. En medio de esas dos fechas fundó junto con su hermano Roy, la Compañía Disney, corporación múltiple que genera impresionantes ingresos por el orden de los 30 mil millones de dólares al año.

Los principales insumos de esta compañía, como ya se sabe, es un parque de diversiones gigantesco y la producción cinematográfica, inocentes historietas sobre la vida de animales con tendencias humanas, ficciones y todo tipo de películas donde, por supuesto, la relación de los hechos responda a los intereses del sistema.

Pero existe una oscura leyenda no solo sobre los orígenes de este enigmático individuo, sino también sobre su vida personal, sobre sus vicios y sus obsesiones.

Según algunas fuentes, el emblemático productor y director estadounidense, no nación donde se ha dicho antes; es decir, en la ciudad de los vientos, Chicago, sino que vio su primera luz en un escondido pueblo del sur de España donde fue bautizado como José Elías Guirao Zamora.

Los mismos informantes, ante mi estupefacción, continuaron con su brumoso relato y contaron que la madre de José Elías (Walter Elías Disney), se hincaba ante las carencias y con famélica desesperación lo dio en adopción a una familia estadounidense que pasaba sus vacaciones por aquellos lugares de la hispana península.

Avasallada por la pobreza, no sintió tanto remordimiento por ver partir a su pequeño hijo, a la sazón de unos dos años, hacia un mundo desconocido, hacia lugares que ni siquiera podía pronunciar.

Los nuevos padres del futuro realizador vivían en Chicago. Cambiaron el nombre del pequeño José por uno con más vibración anglosajona. Entonces surge Walter Elías Disney o para las crónicas y los anales de la modernidad, simplemente Walt.

Hasta aquí la primera parte de la leyenda, de la oscura relación de los hechos que nos ubican ahora en la vida adulta del creador del universo infantil más fantasioso de la historia, de los personajes más alegres y queridos de los niños y niñas de todo el mundo.

En este momento vemos a Walt con 24 años. Es el 25 de julio de 1925 y está junto a la mujer de la cual se ha enamorado. Frente a ellos el juez que los ha de casar. Ella se llama Lilian Bounds. Poco se sabe de ella, tan solo que fue una mujer de temperamento tenaz y tolerante.

Al salir del recinto, los nuevos esposos se dirigen hacia Los Ángeles donde habrían de pasar la luna de miel. Tomaron un tren que sería recorrido nerviosamente por Walt vagón por vagón, en una desquiciada y frenética expresión de neurosis, todavía sin declarar, sin diagnosticar.

Se dice que al caer la noche y estar junta la pareja en su habitación, champaña de por medio, cama con sábanas de seda, rojos cortinajes hasta el embaldosado, Disney no pudo consumar el acto matrimonial. No tuvo solvencia en sus gónadas para cumplir con su deber en el tálamo nupcial. Oscura su respuesta, se dice, cuando para excusarse dice a Lilian que lo taladraba un feroz dolor de muelas.

¿Entendería la esposa que esta reacción formaba parte del desequilibrio de su marido, saturado de pánico, abordado por el miedo ante la nueva situación personal con carácter de intimidad que enfrentaba?

Los mismos informantes nos han dicho que para, supuestamente, soportar los espuelazos del dolor de muelas, Disney se pasó la mayor parte de la noche lustrando obsesivamente sus zapatos, hasta que rendido al llegar la madrugada se desmoronó como un fardo sobre un sillón.

Quien llevó alegría a generaciones de niños y niñas, solía caer en profundos abismos de tinieblas depresivas. En esos momentos, ignoraba a Lilian, se metía en su oficina y clausuraba la puerta, ajeno al mundo, distante de la realidad. Al concluir los embates de la crisis, Disney se asomaba con cautela a la puerta, miraba en derredor y la suerte le acompañaba y nadie osaba deformar la simetría del recinto, se deslizaba con precaución hacia su escritorio.

Cuando dibujaba o escribía estaba tan absorto en su universo que no se percataba de la presencia de Lilian, la única persona que traspasaba las barreras prohibidas. Entonces era cuando el bonachón y sonriente Disney, se convertía en un feroz depredador emocional y lanzaba todo tipo de denuestos contra su mujer, quien arrasados los ojos por las lágrimas, se lanzaba en rauda carrera hacia cualquier sitio distante.

En la jornada de trabajo mostraba a la fervorosa fiera e injuriaba a quienes tenían la soberbia iniciativa de quebrantar sus reglas, las que eran aceptables: no consumir alcohol y no decir palabrotas.

Era un patrón intolerante que lanzaba a la calle a quienes cometían el más nimio error, sobre todo si el empleado cometía el elemental y sacrílego error de verlo sometido por los efluvios del alcohol y avasallado por la ira que le hacían maldecir cualquier cosa.

Fue un hombre obsesivo, maniático, dipsómano e inseguro. Tenía serios problemas de identidad y en ocasiones, según mis fuentes, olvidaba quién era. Quizás por haber conocido sus humildes orígenes y lo frágil que se le presentaba su vida ante esta caja de Pandora abierta.

Además de sus prolongadas temporadas al borde del precipicio del dolor, sumergido en las fauces de la depresión, Disney deliraba sobre secretas actividades de espionaje a favor de los nazis.

Dicen que por aquellos tiempos de fervor anticomunista, el FBI le hizo creer que grupos de comunistas conspiraban contra el país y lo convenció de espiar a sus colegas. En este momento surge toda la leyenda arriba descrita. Edgar Hoover convence a este hombre atormentado de que no era estadounidense y que para ganarse la confianza del gobierno debería colaborar en todo lo que se le pidiera. Entonces, lo cita a su despacho y le muestra la foto de una mujer de oscuros ojos y trenzas sedosas, con un vestido de opaca tela que le mira desde una habitación desnuda y visiblemente húmeda y trabajada por la pobreza.

Le dice que esa es su madre y que su nombre era Isabel Zamora, muerta hacía tiempo en algún remoto villorrio español. Después de salir Disney, el jefe de la agencia federal sonríe con malicia y dice a su asistente: "el mundo gusta de ser engañado, así que engañemosle".