¿Estamos todos locos?


















Necesitamos hablar. Más que nunca. Psicólogos y psiquiatras están desbordados. Cada vez más gente pide ayuda para soportar el estrés, la incomunicación y el dolor de vivir.

Ángel lo tiene todo. Un matrimonio feliz, dos niños de anuncio, un piso con la hipoteca pagada y un sueldo de funcionario de por vida. Aún es joven, tiene 40 años y dos meses contados, y, aparte de unos triglicéridos rebeldes, está razonablemente sano. Pero el día de su último cumpleaños se sintió morir. El corazón se le salía. Le faltaba el aire. Le dolía el pecho. Sudaba. Tiritaba. Le iba a dar un infarto. Su mujer le llevó a urgencias. Dos horas después, Ángel salía cabizbajo con el alta en la mano. No la firmaba ningún cardiólogo, sino la psiquiatra de guardia. El diagnóstico es concreto: crisis aguda de ansiedad compatible con trastorno ansioso depresivo.

La doctora prescribe ansiolíticos y antidepresivos, y recomienda asistencia psicológica complementaria. Deriva al médico de familia para que siga al paciente y valore la pertinencia de una baja laboral. “Nada más verme llamaron a la psiquiatra, que me dio un tranquilizante y me metió en un cuarto a que me calmara. Fue después cuando me preguntó qué me pasaba. Le dije que me daba miedo morirme, que me sentía incapaz de cuidar de mis hijos, que no podía con mi vida. Estuvo correcta, profesional, rutinaria. Me pareció que veía casos así todos los días”, dice Ángel. En efecto, es uno de tantos.

Los saturados servicios de urgencias de los hospitales llevan tiempo prestando cada día los primeros auxilios a personas con otro tipo de sufrimiento. Un dolor no exactamente o no del todo carnal. Un sinvivir que no da la cara en los análisis, ni en las radiografías, ni en el más sofisticado escáner. Los esquivos, inasibles padecimientos del alma.

La psiquiatra que atendió a Ángel, sus colegas de los centros de salud mental públicos y privados y los psicólogos de los centenares de gabinetes que han proliferado hasta en el barrio más humilde de la ciudad no dan abasto. Están a rebosar. Todo el mundo tiene un pariente, un amigo o un conocido que está de baja por depresión o estrés, alguien cercano que se “ha quebrado” o está “mal de los nervios”. No es un asunto para pregonar, pero tampoco un secreto de Estado.

El goteo de noticias es constante. Un vistazo a algunos titulares de las últimas semanas resulta demoledor. La Encuesta Nacional de Salud certificaba en marzo que el 20% de los españoles tiene propensión a sufrir trastornos relacionados con la salud mental. En plata: uno de cada cinco encuestados confiesa que se siente habitualmente triste, nervioso, atemorizado, en vilo. Fatal. El Ministerio de Sanidad alerta sobre el desaforado consumo de psicofármacos, que se ha multiplicado por tres en la última década. La Organización Mundial de la Salud pronostica que la depresión será en 2020 la segunda causa de discapacidad en el mundo desarrollado.

Pero es que a día de hoy el 15% de los trabajadores –tres millones en España– consume alcohol, hachís y/o cocaína hasta la adicción para soportar el estrés y la ansiedad que les provoca su jornada laboral, según la Organización Internacional del Trabajo. Y hasta el mismísimo Consejo General del Poder Judicial se ha planteado la posibilidad de evaluar la aptitud psicológica de los jueces al constatar que algunos sufren padecimientos psíquicos –ansiedad, depresión o patologías mayores– que pueden interferir en su trabajo. ¿Nos hemos vuelto locos?

“En absoluto”, ataja Enrique Echeburúa, catedrático de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco. Echeburúa estima que “más allá de algunas patologías emergentes, relacionadas con el envejecimiento de la población y la eclosión de ciertas adicciones”, los trastornos mentales siguen siendo los mismos. “Lo que sí ha habido”, matiza, “es un incremento en la demanda de servicios de salud mental. Antes sólo acudían a los profesionales los casos más serios, pero hoy mucha más gente que sufre pide ayuda y la pide antes. Tenemos mayor nivel económico y cultural, hay un mayor grado de exigencia y expectativa respecto al bienestar emocional, y ha bajado el umbral de tolerancia al sufrimiento. No sabemos manejarlo. La vida conlleva dolor, pero ha calado la idea, propagada por los medios, de que tenemos derecho a la felicidad, y hay quien acaba de pasar por la pérdida de un ser querido, una ruptura amorosa o un revés laboral y pide un remedio rápido, una pastilla para superar ese malestar. Se está psicopatologizando la vida cotidiana”, dice el catedrático Echeburúa desde la Facultad.

Los psiquiatras Antonio Espino y María Luisa Zamarro llevan décadas a pie de calle. Ambos soportan mucha angustia y dolor durante su jornada laboral. Las cajas de pañuelos de papel que presiden sus consultas se reponen a diario. Espino y Zamarro son jefes de los servicios públicos de salud mental de las localidades madrileñas de Majadahonda y Alcobendas-San Sebastián de los Reyes, respectivamente. Dirigen sendos equipos de psicólogos y psiquiatras a cuyas abarrotadas consultas acuden –derivados por sus médicos de cabecera– millonarios de La Moraleja, amas de casa de barrio, operarios de cadena de montaje, ejecutivos internacionales y aldeanos de la sierra pobre de Madrid. Dejando aparte a los enfermos mentales graves o crónicos –pacientes tradicionales de la llamada “psiquiatría pesada”–, más de la mitad de ellos sufren lo que los expertos denominan “patología menor del sufrimiento” o “malestares de la vida diaria”.

“No hay que restarle importancia, nadie va al psiquiatra por deporte”, opina Luisa Zamarro. “Todos vienen con un sufrimiento físico y mental importante, pero atendemos cada vez a más gente con dificultades para encajar y gestionar crisis vitales comunes. Contrariedades que antes se afrontaban y superaban con los propios recursos y el apoyo familiar y social. Parece que esa red está fallando. Aquí vienen chicos de 19 años hundidos porque les ha dejado la novia”.

Su colega de Majadahonda apunta otra concurridísima vía de acceso a su consulta. “La organización del trabajo está apretando las tuercas a la gente de forma brutal, y esa presión se traduce en problemas de ansiedad y trastornos depresivos”. Antonio Espino, un histórico involucrado desde hace 30 años en la reforma y gestión de los servicios de salud mental, realiza un programa de investigación del estrés para el Ministerio de Sanidad.

Según sus conclusiones, las patologías psicológicas más emergentes están relacionadas con el trabajo. “El porcentaje de pacientes de este centro con trastornos derivados del estrés laboral es igual a la suma de los que sufren trastornos alimentarios y alcoholismo juntos”, atestigua. “Es un problema serio que afecta a la sociedad mundial, pero son los políticos, empresarios y sindicatos los que tendrían que involucrarse y previnirlos. No deberían psiquiatrizarse y medicalizarse asuntos que son puramente sociales”.

Ángel lleva ya dos semanas de baja. Su médico de familia firmó el parte sin más y le derivó a los servicios públicos de salud mental. A pesar del sello de “preferente” que luce su historial, le han dado cita para dentro de dos meses, así que Ángel ha optado por acudir a un gabinete psicológico privado. Una consulta de 45 minutos a la semana, a 65 euros la sesión. Por ahora, lo que le dice la psicóloga le entra por un oído y le sale por el otro. “No sé de qué habla”, confiesa. Sigue con la medicación prescrita por la psiquiatra, pero no mejora. Se encuentra casi siempre “ansioso”, y soporta alguna crisis puntual con las pautas de respiración que le dio la doctora. “Un día, después de un ataque horrible, me pasé la tarde en la cama, llorando. Estallas, te rompes, te desprecias por lo que te pasa. Todos te dicen que te animes, que eres tú quien tiene que salir de esto. Mi hermana me dijo que le daban ganas de darme un guantazo a ver si me espabilaba, y la verdad es que yo también quería que me lo dieran”.

Hoy hace un año que murió su padre. Han sido tiempos duros para Ángel. Primero fue una operación por un problema de esófago cuya posible evolución no se le quita de la cabeza. Luego, el embarazo y nacimiento de su segundo hijo con el terremoto del primogénito todavía en pañales. Las oposiciones para hacerse con la plaza sin dejar de trabajar. La angustiosa enfermedad de su adorado padre, condenado a muerte al poco de jubilarse. Ley de vida. Vale. Pero la vida, a veces, puede hacerse muy cuesta arriba.

Los médicos de familia suelen ser los primeros en ver de frente el dolor del alma. Uno de cada tres pacientes que entran a su consulta sufre padecimientos relacionados con la esfera psíquica, según Luis Aguilera, presidente de la Sociedad Española de Medicina de Familia. “Muchos dolores de cabeza, de estómago o malestar general enmascaran problemas psicológicos. Es importante que los profesionales estemos alerta y tengamos las gafas puestas para poder detectarlo de forma precoz, diagnosticar y poner en marcha la cadena del tratamiento. Por muchas causas, no siempre ocurre así”. La reciente huelga de los médicos de familia de Madrid, reivindicando diez minutos para atender a cada paciente, da alguna pista sobre los motivos a los que alude el doctor Aguilera.

Falta tiempo, apoyos, palabras. Los españoles, con una media de nueve amigos por cabeza, ocupamos los primeros puestos en empatía y habilidades sociales en una encuesta europea. Salimos mucho, tomamos muchos cafés y copas, charlamos por los codos, pero ¿hablamos de lo que nos duele?

El psiquiatra Antonio Espino no lo cree. “A la mitad de los que vienen a consulta les doy el alta en dos entrevistas”, afirma. “Están mal porque no aguantan a su pareja, o su jefe les putea, o se ha muerto su madre. Les escucho y les digo que tienen un problema, claro que lo tienen, pero yo no soy la persona que les puede ayudar a superarlo. Su familia, su entorno, sí, pero yo soy su psiquiatra, no su amigo. ‘Esto es como la DGT’, les digo, ‘yo no puedo afrontar sus problemas por usted”.

María Luisa Zamarro siempre se sorprende cuando les pregunta a sus pacientes a quién les cuentan sus penas. “Muchos dicen que a nadie, que no quieren preocupar a la familia o dar la lata a los amigos, que bastantes problemas tienen todos para irle uno con los suyos. Será por el estilo de vida, las prisas, el trabajo, pero falta ese apoyo básico”.

La mejor película española de 2007 según los miembros de la Academia de Cine que le otorgaron el Goya se titula La soledad. Habla de gente de aquí y de ahora. Personas integradas, con familia, amigos y compañeros de trabajo, que sufren en silencio los reveses de la vida. Adela, la protagonista, pierde a un hijo, y a las pocas semanas sus amigos pretenden que se vaya de vacaciones para animarse. “Estar con alguien triste es incómodo, y el que sufre lo sabe, por eso se traga su dolor”, dice el director del filme, Jaime Rosales.

Su colega Daniel Sánchez Arévalo ganó el Goya al mejor director novel en 2006. La cinta galardonada, Azuloscurocasinegro, tiene una dedicatoria expresa: “A Mario, mi psicólogo”. Sánchez ha pasado 18 años de su vida –desde los 16– acudiendo dos y hasta tres veces por semana a la consulta del psicoanalista Mario Sobreviela. “Gracias a él me convertí en narrador”, sostiene el cineasta. “Ya que no era capaz de solucionar mis traumas y mis miserias, ya que me mantenían preso y no me dejaban vivir, decidí usarlas como material de ficción”. Daniel se rebela cuando escucha decir de alguien aquello de “bah, ya se le pasará, está depre” o “bueno, tiene sus cosas, pero está bien, le han hecho pruebas y no tiene nada”. Sabe lo que es estar mal, fatal, en las últimas, y que nadie acabe de creérselo. “Vivimos en una sociedad donde no se tratan igual las enfermedades mentales que las físicas, y lo que no se ve en un TAC, no existe”.

El artilugio más sofisticado en el despacho de José Carrión es el reloj con el que controla el tiempo de consulta. Carrión, psicólogo clínico especializado en adolescentes, forma parte del equipo del Centro de Investigación en Terapias de Conducta (Cinteco), un gabinete que lleva 20 años abierto en un elegante barrio de Madrid. Sus salas están llenas de chavales con el uniforme del colegio o la ropa interior asomando por el vaquero. También hay tipos trajeados, cuarentonas de mechas perfectas, y damas y caballeros de edad. “Tenemos trabajo”, admite Carrión, que atribuye al “boca a boca y a una sólida trayectoria” sus mil pacientes al año.

Cada caso es un mundo, pero una intervención media viene a durar “de tres a seis meses”, con una consulta semanal a razón de 85 euros la sesión con los psicólogos y 125 euros si se trata con el psiquiatra.

El abordaje multidisciplinar psiquiátrico y psicológico de los trastornos mentales es, según los profesionales consultados, el más eficaz. Los psiquiatras, médicos, pueden recetar psicofármacos. “El psicólogo”, explica Carrión, “es un profesional sanitario que comprende qué te ocurre y te dice qué has de hacer. Tú no tienes por qué comprender qué te pasa, y por eso, entre otras cosas, no sabes ni qué hacer ni cómo. El psicólogo identifica el problema, propone estrategias de intervención e insta a conseguir objetivos”. Pero para eso hay que conectar con el paciente.

¡Zas! Ángel se acaba de soltar un gomazo con la banda elástica que lleva de pulsera. La autoagresión forma parte de los deberes que le ha puesto su psicóloga. “Cada vez que me asalta un pensamiento negativo, me tengo que dar un latigazo y reflexionar sobre ello”.

–¿Cuál ha sido ese pensamiento?

–Hoy me duele el estómago, y se me ha pasado por la cabeza que el reflujo gástrico me está provocando un cáncer, y voy a morir, y no voy a poder criar a mis hijos.

–¿Y su reflexión?

–Que si un problema tiene solución, hay que ponerse a solucionarlo. Y que si algo es inevitable, no merece la pena obsesionarse.

Parece que Ángel empieza a conectar.

No hace tanto, ir al psicólogo, y no digamos al psiquiatra, era lo último. A uno le llevaban atado. A no ser que se tratara de un niño: por los críos, lo que haga falta. “En los noventa, la gente empezó a llevar a sus hijos rebeldes, tímidos o con problemas de aprendizaje al psicólogo. Eso naturalizó la relación y fue la puerta de entrada de muchos adultos. Si al niño le funcionaba, ¿por qué no a los padres?”, dice Fernando Chacón, decano del Colegio de Psicólogos de Madrid.

Chacón es miembro de la primera promoción de la carrera de psicología en España. Una profesión que, como tal, tiene sólo unos treinta años de historia y que cuenta hoy con casi 50.000 ejercientes en todo el país. Sobre todo mujeres, en una proporción de un 70%-30% en las consultas y un abrumador 80%-20% en las atestadas facultades de la especialidad. Ya se ha visto que trabajo no les falta.

Pero el antes y el después de la profesión tienen una fecha concreta: el 11 de marzo de 2004. Ese día, 900 mujeres y hombres se pusieron una bata blanca y un letrero de “psicólogo” sobre el pecho, y se presentaron voluntarios en el Instituto Ferial de Madrid, donde miles de personas desquiciadas esperaban noticias de sus seres queridos masacrados en el peor atentado terrorista de España.

Teresa Pacheco, que entonces tenía 28 años, era una de ellas. Acudió como miembro del recién creado equipo de atención psicológica de emergencia del Samur de Madrid. “Creo que aquella intervención, asistiendo a las víctimas, fue positiva. Se hizo bien, se evitó el contagio emocional a la población y se cambió la percepción social de la profesión. Se vio gráficamente la utilidad del psicólogo”, comenta hoy Pacheco.

Estamos en la base del Samur, donde Teresa cumple 24 horas de guardia. En cualquier momento puede salir pitando requerida por una “urgencia psicológica”. Las crisis de ansiedad como la de Ángel ya no merecen esa consideración en Madrid. “Hay muchas. En bares, en tiendas, en la calle. Las atienden técnicos sanitarios; si fuéramos los psicólogos, no haríamos otra cosa”, dice Pacheco. Sus pacientes son víctimas de accidentes, violencia o agresiones sexuales, familiares de fallecidos. Su misión, sostenerlos en su peor momento. “No se trata de aliviar su dolor, eso es imposible, sino de hacerles comprender que, aunque lo que les ha pasado no es normal, su reacción sí lo es. Claro que gritan y lloran. Tienen que permitirse estar mal. Me preocupo más si se reprimen”.

“No sé qué guardas ahí dentro. Seguro que nada bueno. Y si no te escucho, ¡grita!”. En enero de 2005, Pau Donés cantaba estos versos en aquel anuncio de Sanitas que preguntaba a los telespectadores: “¿Qué haces cuando te duele el alma?”. Por primera vez, una mutua sanitaria privada incluía la atención psicológica en su catálogo básico. “Ese año, la psicología se convirtió en la tercera especialidad más demandada, después de medicina familiar y pediatría”, constata Rosa Berlanas, directora de marketing de Sanitas.

La psicología vende. También libros, revistas y programas de televisión. Los manuales de autoayuda arrasan. Una publicación mensual como Psychologies despacha 180.000 ejemplares en plena crisis del papel. Y Supernanny, un programa en el que la psicóloga Rocío Ramos-Paúl orienta a los padres para bregar con sus criaturas, es una de las joyas de la corona de Cuatro. “Eso está muy bien”, opina el catedrático Echeburúa. “El peligro está en frivolizar la profesión, en psicopatologizar todo lo que nos ocurre –cuando oigo lo del síndrome posvacacional me entra vergënza ajena–, y vender que todo tiene remedio con una píldora”.

Ni Echeburúa, ni Espino, ni Zamarro se sorprenden demasiado por el reciente estudio que pone en tela de juicio la eficacia del Prozac –que toman 40 millones de personas en el mundo– y otros antidepresivos en el tratamiento de las depresiones leves y moderadas. La doctora Zamarro estima que sus herramientas fundamentales de trabajo no se venden en la farmacia. “Los psicofármacos son buenos aliados si son necesarios, pero no lo son siempre. Tenemos que hacerle ver al paciente que el remedio a sus problemas no es una pastilla, sino que se requiere un esfuerzo por su parte. Las personas con trastornos mentales son enfermos, se han resentido o perdido alguno de sus recursos emocionales, y necesitan rehabilitación. Cuando te rompes una pierna precisas muletas un tiempo, pero tienes que hacer ejercicios, trabajar para volver a andar bien. Esto es lo mismo”.

Echeburúa y Espino son más radicales. “La industria farmacéutica quiere vender, y presiona a los facultativos para que prescriban. Los nuevos psicofármacos tienen menos efectos secundarios, son menos peligrosos, y cada vez más médicos se atreven a recetarlos. Además, el paciente ve la tele, curiosea en Internet y pide algo que le ayude. Así, todos contentos, pero se está sobrerrecetando”.

“El incremento del consumo de psicofármacos es escandaloso y no vemos una mejoría en la salud mental general de la gente”, opina Espino. El psiquiatra entona además un mea culpa profesional. “Tengo una guerra con algunos colegas jóvenes. Si dedicamos diez minutos de consulta a un paciente sólo para recetarle pastillas, ¿por qué no ponemos una máquina expendedora en la puerta? Éste es un oficio como otro, como el de barbero; pero hay que ejercerlo bien, y eso requiere tiempo, atención y dedicación”.

Ángel ha vuelto a trabajar. Ha estado casi dos meses de baja. Ya no tiene crisis. Sigue medicándose. “Me da más miedo dejarlo que engancharme, tengo muchas responsabilidades y me aterra no ser capaz de afrontarlas”. Su vida es exactamente la misma que cuando empezó el sinvivir. “Pero ahora soy yo. Ni más contento, ni más triste. Yo”.

fuente:el pais semanal